Sweet Lullaby

«Sweet Lullaby” Fic de Shugaresugaru

Ante sus ojos, repletos de velocidad, solo era visible un paisaje borroneado en tonalidades que variaban desde el rojo hasta el naranja, atravesando oros, bronces y amarillos.

El otoño era rojo rubí en Estonia.

Y más velocidad tomaron sus jóvenes piernas. Huía.

Los ojos curiosos de los animales del bosque siguieron su carrera en el silencio azafranado del atardecer…, la que corría era una figura pequeña, menuda y delgada aunque bastante fuerte. Su cabello rubio transformado en rastas revoloteaba libre en su espalda, mientras él casi flotaba, alejándose del bullicio de Tartú, su bohemio pueblo natal. El pequeño escapaba hacia una momentánea libertad y gozaba del bosque hecho de silencio de Lahemaa.

Aquel día era especial, muy especial. No todos los días se cumplían doce años, no todos, y él sonrió…

Cualquier niño habría pedido otro obsequio, algo banal, algo material. Algún juguete automático, una salida a un lugar bullicioso, dinero, golosinas… pero él no, no era así, no se manejaba de esa manera. El solo buscaba libertad.

Mucho tiempo atrás ya se había pactado el trato con sus amorosos y sobreprotectores padres, quienes le prometieron que al cumplir doce años, le permitirían alejarse un poco más de los límites que ellos habían impuesto para salvaguardar la seguridad de su único hijo. Los adultos sabían que no podían mantenerle cerca por siempre, sabían que el alma de su hijo era un alma libre, llena de pureza, de otros sentidos, elevada a otros planos. Su hijo era un niño de Cristal.

El pequeño no lo sabía, pero si sabía que algo más había dentro de él, algo que le esperaba, alguien con quien encontrarse, sabía que era buscado en algún sitio, uno quizá no tan terrenal.

El bosque sigiloso le recibía con los brazos abiertos, y tras varios kilómetros de carrera desenfrenada, por fin se permitió detenerse. Algo le llamó la atención. En el aire flotaba un resplandor extraño, una bruma de luz dorada no visible para cualquier ojo humano.

El pequeño se detuvo completamente en un diminuto claro de yerba dorada alta, a la orilla de un riachuelo cristalino. Todo era dorado, era un atardecer de oro.

Apoyó su espalda en el tronco rugoso y oscuro de un árbol y jadeó para recuperar la respiración mientras se frotaba la frente con la parte interna del brazo derecho, y volvió a sonreír. Su corazón palpitaba alocado, consecuencia de la carrera tan intensa que acababa de efectuar, y él cerró los ojos, aún con la misma sonrisa amarrada en los labios. Se sentía condenadamente vivo, sensorial…

La sonrisa desapareció cuando escuchó un ligero chapoteo en el lago, seguido de una risita tenue, baja, musical. Pero él sacudió la cabeza, extrañado, diciéndose a sí mismo que ya escuchaba cosas que no sucedían.

Se acercó al lago y hundió la mano derecha en las claras profundidades para después refrescarse el rostro ardiente y transpirado, y entonces volvió a escuchar sonidos no propios de un ambiente como aquel. Algo más allá de los cantos de los pájaros, y el silbido de las cigarras e insectos del bosque. Había algo más…

De un momento a otro el canto de los grillos se entonó, acorde con un suave chapoteo del arroyuelo, y de repente todo cambió, como si un manto de matices dorados hubiese cubierto el bosque.

El pequeño de doce años se quedó quieto, pero miraba hacia todos lados, con una sonrisa de reconocimiento en los rasgos. Un extraño sentimiento nacía en su pecho, una certeza de que  por fin había llegado al sitio indicado.

Un chorro de luz brotó de repente, de algún sitio desconocido, y el sonido muy tenue de las flautas que juegan con el aire inundó el lugar, los arboles parecían estar vivos, y la música se acentuaba…

El bosque se pobló de criaturas en un visto y no visto. Pequeñas esferas de luz comenzaron a revolotear en el aire, danzando, jugando… pequeñas criaturas aladas de dorado resplandor; duendecillos diminutos de piel azulada, ojos rojos de ratón y blancas cabelleras saltaban de helecho en helecho, haciendo volteretas y piruetas en el aire, y decenas de criaturas pequeñas, seres fantásticos.

Cualquier persona estaría petrificada, aterrorizada tal vez, pero el pequeño de doce años no lo estaba. Sus sentidos estaban sobre cargados, y observaba todo lo que ocurría a su alrededor con ojos brillantes, podía verlo todo, incluso las pequeñas partículas de polvo que se que quedaban orbitando en los rayos de sol como pequeños planetas llenos de vida… sus pies se movieron solos, siguiendo la pequeña procesión de luz y baile que se formó en un estrecho sendero que conducía a una masa de árboles oscuros como la noche, donde el sol no llegaba.

Durante un momento, sintió algo muy parecido al miedo y  se detuvo en el umbral de aquella caverna natural de hojas oscuras, pero la sensación desapareció evaporándose como el humo cuando escucho la voz…

Una voz débil, baja, suave como el roce de una pluma, un sonido angelical que destrozó la muralla etérea de los demás sonidos con su nostalgia del mar.

El pequeño caminó sin miedo ni vacilación por el sendero zigzagueante, esquivando las raíces, bordeando los obstáculos, saltando las imperfecciones del suelo, caminaba como poseído por el sonido de esa voz dorada que entonaba una canción en un lenguaje báltico totalmente desconocido para él, una canción melancólica y solitaria, pero brillante como un rayo de sol.

Más voces se unían a ella, voces que coreaban con ecos lejanos… Comenzaba a desesperarse.

Era imperioso encontrar la fuente de esa voz.

El pequeño aceleró su paso, totalmente exasperado, sudando. Caminaba con cuidado de no pisar a ninguna de las pequeñas criaturas que se movían a su alrededor, que bailaban, que no se escondían, que lo miraban como uno más de los suyos, que le recibían.

Tuvo que agacharse para poder seguir, la vegetación se hacía cada vez más espesa, haciéndole avanzar a gatas, hasta que finalmente se puso en pie, levantó la mirada, y se detuvo, pasmado.

Ante él se desplegaba la vista de un imponente lago de aguas quietas, bordeado por piedras recubiertas de musgo, piedras que pronto estuvieron llenas de los pequeños gnomos de largas barbas, las hadas que revoloteaban y cantaban, llenándolo todo con su luz de oro, de los pequeños duendes azules que sonreían, todos con la vista fija en un punto específico.

En una piedra enorme y plana, en la orilla más alejada del lago, estaba el portador de aquella voz, que seguía cantando, entonándose.

El pequeño humano se acercó, con los ojos fijos vueltos todo pupila, hechizado por la criatura que tenía frente a él, una criatura que le daba la espalda, espalda de la cual un par de alas que parecían hechas de encaje de cristal aleteaban despacio, al ritmo de su canción, al ritmo de las flautas de aire y carillones de viento.

Se detuvo a un par de metros, con los ojos totalmente abiertos. Oír aquella melodía era irse, olvidarse por un momento de todo, de su humanidad, de su familia, incluso de él mismo. Solo existía el bosque ante él, las criaturas que sabía que solo deberían existir en los cuentos de hadas que se leen para dormir, en la magia que le rodeaba.

Y de un momento a otro todo estuvo en silencio, la canción terminó y la criatura delante de él se dio la vuelta, y sus ojos oscuros como piedras de rio lo miraron detenidamente atravesándole, y el humano le devolvió la mirada durante un momento interminable, mientras intentaba comprender lo que estaba viendo.

Tenía frente a él a un ser que definitivamente no era humano, ni era hada, ni duende, ni gnomo, ni troll, ni elfo. Estaba sentado de manera indolente sobre la roca, con las piernas flexionadas y las manos laxas a su lado.

Toda la extensión de su piel era blanquecina, brillosa, como nacido del lamento de una perla de suaves matices verdes. Era un joven apenas, con el rostro afilado y facciones que parecían haber sido esculpidas a mano. Su cabello largo era negro, del color de la media noche, y le caía sobre la frente, en un remolino desordenado de picos delgados, hasta confundirse con sus cejas. Las orejas eran pequeñas, puntiagudas y estaban totalmente pegadas a su cráneo y algo escondidas dentro de su melena, y los ojos… sus ojos eran asombrosos. Aquellos ojos oscuros y llenos de sombras hacían dudar incluso del lugar en donde se estaba parado, pero no eran atemorizantes.

La mirada era serena y dulce, y cuando la grieta de aquellos ojos se cerró, el pequeño humano pudo ver como se agolpaba en los parpados de aquella criatura, un delicado trazado de venas color lavanda suave. El atuendo que portaba, consistente en pequeños trozos de tela color verde oscuro, cubrían estratégicamente su cuerpo, dejando a la vista únicamente los huesos de sus espalda, tan pequeños y delicados que parecían las pequeñas articulaciones de un pájaro.

Hola— la voz del elemental era el mismo sonido bajo y carente de sexo que hacía unos minutos entonaba la canción más nostálgica y exquisita que pudiese existir, y el humano, paralizado, no pudo tragarse el nudo que se le había formado en la garganta — respira, humano— continuó, dándose la vuelta completamente y extendiendo un poco mas sus alas de encaje.

Q…que… que… ¿Qué eres?

La pequeña criatura sonrió, mostrando una dentadura blanca y pequeña, coronada por unos colmillos sutilmente puntiagudos, pero su sonrisa era cálida, y el agitar sus alas envió una nube de exasperación que nubló la mente del humano, ya de por sí bastante confundida.

¿Qué crees que soy?

—… ¿Un… elfo? — fue lo primero que atinó a decir, pero se arrepintió en el acto al ver la expresión de molestia aburrida que dominó por un momento las oscuras pupilas que tenía delante. Otro aleteo, y las alas se tiñeron de color índigo.

No, no soy un monótono elfo— agregó, con su voz etérea y después volvió a sonreír con picardía — soy un Silfo… —Y el pequeño niño humano se quedó en blanco.

Por supuesto que sabía lo que era un Silfo, era poco mencionado, porque eran extremadamente poco comunes, pero lo sabía, mas aun viviendo en un pueblo anidado en las entrañas de un bosque escandinavo. Sabía que un Silfo era un espíritu elemental del aire, hecho de aire, de pensamiento, de vuelo. Una criatura a la que no se podía alabar o entusiasmar.

¿…un Silfo? — consiguió repetir.

Si… lo que… comúnmente— al pronunciar la palabra, el Silfo hizo un gesto de dolor, como si utilizar aquel término compuesto le molestara terriblemente— lo que conocerías como el varón de la raza de las hadas.

Sé… sé lo que eres— el pequeño se dejó caer de rodillas de un momento a otro, quedando así a la altura del silfo. No quería ni siquiera parpadear, por temor a que aquel ser pudiera desvanecerse. —pero…tienes un aspecto tan…

Aunque este hecho de viento, éste es mi aspecto, y lo puedo adoptar cuando yo quiera— interrumpió el Silfo, sutilmente evasivo. Sonrió, volvió a aletear, y un nuevo chorro de luz dorada cubrió cada partícula de materia en aquel bosque que iba poco a poco oscureciéndose— ¿Quién eres tú, humano?

S…soy Thomas… y vivo en Tartu… en la mansión Vihula… y… tú ¿tienes un nombre? — preguntó, curioso, impactado. No había notado incluso que estaba reteniendo la respiración.

El Silfo desvió la mirada, totalmente sereno y ecuánime. No parecía ni siquiera sorprendido o preocupado por estar expuesto frente a un humano. No había emoción alguna en su rostro, no podía haberla. Era un ser exclusivamente del pensamiento, y no había modo alguno en que la criatura pudiera emocionarse. Estiró los brazos y las alas increíblemente largas al mismo tiempo, y tras unos segundos de contemplar el bosque con demasiada calma, habló.

Tengo muchos nombres… ninguno de los cuales puedo decirte, Thomas, así que sólo dime B. Es incluso más de lo que jamás he compartido con nadie. Tú… tú no eres como los otros humanos… no…— su voz se apagó de repente, se volvió incluso más etérea.

Tom se desesperó, estaba cegado por el resplandor de aquel ser de luz, y se arrastró más cerca, hasta llevar su infantil rostro a escasos centímetros del fulgor resplandeciente y muy cálido que envolvía al Silfo.

B… B…

Tom— interrumpió el elemental— ¿Por qué crees que puedes verme?

Pero  Tom no sabía porque era que podía ver al Silfo. Siempre había sido un niño sensorial, que veía y sentía las cosas de manera muy diferente que el resto de los otros humanos, pero no sabía porqué se le había otorgado el privilegio que estaba viviendo.

No… no lo sé, B.

Te lo diré yo— dijo, volviendo a sonreír, aturdiendo con su sonrisa al chiquillo humano— Puedes verme porque tu alma y tu corazón son sólo pureza, y tu mente está abierta, porque estas en otro plano diferente al del resto. Esto ocurre en contadas ocasiones. Los Silfos hemos vivido por más de diez mil milenios, y ésto ha ocurrido en tan pocas ocasiones, que me sobrarían dedos de una sola mano si las cuento.

¿Qué significa…?

Significa que eres especial Tom, eres demasiado especial. Ni siquiera estoy seguro de que seas totalmente un cachorro humano. Algo hay en ti, algo que merece ser detenido a mirar, a escuchar, a comprender. Por eso pudiste y puedes verme, y más aun, escucharme cantar. Nosotros no poseemos lengua hablada ni escrita, únicamente el poder del pensamiento…

Pero puedo mirarte… puedo escucharte… ¿Cuántos años tienes?

Soy un Silfo muy joven, pero tengo los suficientes años como para entender que esto es diferente. Los de mi raza nacemos siendo portadores de una sabiduría casi infinita. Casi…

Aun no puedo creer del todo esto…— añadió Tom, tan cerca del silfo, que podía sentir la estática de su potente aura cosquilleando en su piel.

Ver para creer Tom… ó… ¿creer para ver? — volvió a sonreír, y después levantó la mirada hacia el cielo, ya oscuro. —Debes regresar, pequeño cachorro de doce años, tu familia está preocupada por ti.

No quiero— Tom se negó rotundamente. No podía pensar siquiera en alejarse de aquel ser de luz destinado a encontrarle.

Debes hacerlo— dijo el Silfo, tajante.

—… ¿Cuándo volveré a verte…?

No preguntes eso… si esta en el destino, nos volveremos a encontrar cuando menos lo esperemos, como hoy. Crece Tom, vive, pero no pierdas nunca tu pureza… nunca te contamines… porque si lo haces, jamás volverás a verme.

No lo haré— el chiquillo negó frenéticamente con la cabeza, sacudiendo su melena de rastas rubias. Estaba angustiantemente preocupado ante el simple pensamiento de que si se equivocaba, jamás podría volver a ver a aquel radiante Silfo. No quería irse, ¿Quién querría irse? Quería quedarse, para contemplar sin descanso la luz que emitía aquella criatura. Pero sabía que era imposible. El Silfo no era materia, y su piel se volvía segundo a segundo más transparente.

Se levantó a regañadientes, dolorido.

No te preocupes demasiado Tom. Vive tu vida, es una vida buena, disfrútala, pero no olvides esto, jamás. Promételo.

No lo olvidaré. Nunca lo olvidaré, lo prometo, lo prometo.

Si cumples tu promesa Tom, si la cumples, algún día entonces sabrás incluso mi nombre. — El espíritu asintió mientras su cuerpo comenzaba a perder más sustancia para volver a transformarse en viento— ahora vete. Vete, no vuelvas, y no mires atrás. — dijo, en un tono de seria advertencia, y finalmente, Tom se dio la media vuelta y se alejó, corriendo de nuevo, porque si no lo hacía, desobedecería la advertencia del Silfo, y no quería hacerlo, porque sabía que su destino se dañaría.

Y mientas se alejaba de ahí, el espíritu con los ojos fijos en el, volvió a convertirse en una ráfaga de viento. Porque eso era, amo del viento, del aire, era poder, la Naturaleza misma.

Pero no siempre podría ser así. Aunque fuera el elemental de la raza más pura de la tierra, si yacía alguna vez con un humano, sus poderes desaparecerían, convirtiéndolo en humano también.

Pero aun no era el tiempo… no lo era. Y mientras Tom corría, una ráfaga de aire cálido, perfumado y dorado le agitó el cabello y se anidó en su alma, donde habitaba la certeza de que alguna vez se volvería a encontrar con su espíritu de luz. 

&   FIN   &

Escritora del Fandom

2 Comments

  1. Wow! Necesito leer un reencuentro en el futuro… Estoy segura de que a B no le importaría perder sus poderes si es por su amor verdadero (L) gracias por esta bonita historia

  2. Ay que lindo esto lo ame🩷

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