Notas: Esta historia es una secuela del one-shot «Sweet lullaby«
«El mito del Silfo»
Fic Twc/Toll de Shugaresugaru
4 años después.
Tom tenía ya dieciséis años, y no entendía el dramático cambio que había sufrido su vida.
Su madre lloraba todo el tiempo, su padre hacía inútiles intentos por consolarla, sin embargo, a él parecían no verlo, no escucharlo. El chico estaba furioso por sentirse ignorado. No lo entendía. Creía que sus padres lo amaban, y ahora no le hacían el menor caso. Cuando la frustración alcanzaba su punto máximo dentro de él, el joven explotaba y lanzaba cosas contra las paredes, provocando en sus padres intensas crisis de pánico, pero, aun así, no le hacían el menor caso.
Añoraba como nunca al Silfo que había conocido en su doceavo cumpleaños, pero jamás lo había vuelto a ver. Se perdió incontables veces en el bosque, buscando el punto exacto en donde lo había conocido, más nunca volvió a encontrar el lugar, y al crecer, comenzó a creer que todo lo había alucinado.
Las paredes de su habitación estaban tapizadas de dibujos, pinturas, bosquejos, trazos, palabras y toda clase de arte abstracto y extraño que había logrado crear, tratando de recrear la belleza y el enigma del Silfo, pero estaba lejos de acercarse a tal perfección. Era imposible plasmar la suavidad de sus cabellos, o la extraña y brillante textura de su piel, o su tono de voz, tan etéreo y sublime, tan irreal y puro.
La mansión en la que había vivido toda su vida ahora estaba silenciosa y vacía, opaca y sin vida.
La locura estaba consumiendo su vida. Ya no podía más.
Aquel día de agosto fue especialmente duro. Su madre lloró sin parar desde el despunte del alba, y al comienzo del crepúsculo, las lágrimas seguían manando de sus ojos. Todos los intentos de Tom por consolarla, o al menos entender que le sucedía habían sido en vano.
Decidió salir de su hogar, seguramente nadie le echaría en falta.
Había poca gente a los alrededores de Tartú, su mágico pueblo. El aire estaba agitado, cargado de estática que bajaba desde las moradas nubes cargadas de tormenta. Aquello no lo desalentó, nada podía desalentarlo más de lo que estaba. Sus pasos se dirigieron al bosque, como tantas veces. Había perdido ya las esperanzas de volver a ver al Silfo. Quizá había perdido su pureza, algo que aquel ser le advirtió que no hiciera, y por esa misma razón, jamás iba a volverlo a ver. Pensar en eso le hizo sentir una verdadera agonía física.
Se fue adentrando cada vez más en el bosque oscuro, y la noche mágica de San Juan fue absorbiéndolo más. Él sabía perfectamente que aquella no era la mejor noche para vagar en solitario, pero había olvidado completamente en que día estaba viviendo.
Mientras más caminaba, el bosque se tornaba más y más extraño. Un silbido agudo le atravesó los oídos, como la potente aura que se siente cuando estalla una bomba nuclear. Un resplandor que no era ni cálido ni frío le erizó los vellos de la nuca, y los sentidos del chico despertaron con una punzante lucidez.
Tom parpadeó y se frotó los ojos para estar seguro. Algo había cambiado. El negro bosque resplandecía ahora con una extraña aura verdosa. Tom trató de enfocar su vista, extasiado ante el hecho de que podría ser el inicio de su reencuentro con aquel ser elemental que adoraba, sin embargo, recordaba que todo había sido diferente. El resplandor que cubría el bosque aquella vez era dorado, había música, paz y tranquilidad.
Ahora era diferente. El aura verdosa que cubría cada parte del bosque, cada helecho, cada tronco húmedo, cada rama, cada aguja de pino tirada en el piso, resplandecía siniestramente.
El chico continuó caminando, adentrándose hasta ver a lo lejos, una hoguera extraña. Las flamas eran lenguas violentas en tonalidades amarillas y verdes que chasqueaban furiosas hacia el cielo, y extrañas criaturas bailoteaban alrededor. Pero no eran criaturas hermosas como las que el recordaba. No eran bellas hadas de dorado resplandor, o simpáticos gnomos de blancas barbas, o un imponente Silfo de negros cabellos y piel resplandeciente.
Las criaturas que contemplaba eran bajas, amorfas, rechonchas, de un feo tono marrón, con la piel llena de verrugas y llagas supurantes, con bocas torcidas y deformes llenas de dientes podridos que se reían a cada pirueta que hacían, pero eran hipnóticas.
Tom se sentía cada vez más atraído por aquel vórtice de caos.
Las voces cavernosas de aquellas criaturas comenzaron a canturrear con un cántico ancestral y prohibido que ponía los pelos de punta. Tom estaba muy cerca, demasiado cerca ya, si extendía el brazo podría tocarlos para ver si las pieles eran tan rugosas como la corteza de un árbol.
—Vamos… vamos… ven aquí… ven aquí… pequeño cachorro humano… ven con nosotros y serás feliz— zumbaban.
De repente, una potente ráfaga de viento apagó la extraña hoguera, y obligó a Tom a cerrar los ojos con fuerza para protegerlos. El viento aullaba a su alrededor como si fuera un animal herido, y los sonidos estallaban en sus oídos. Parecía que el bosque estaba desgajándose por la mitad. Había gruñidos airados, alaridos de dolor, chasquidos fuertes, como de troncos que se partían en dos. Había extraños sonidos de succión, como si los árboles fueran arrancados de cuajo de los sitios donde habían echado sus milenarias raíces, y finalmente, un extraño sonido, parecido a un chapoteo, después, todo fue quietud.
Tom abrió los ojos en el acto, y parpadeó varias veces para asegurarse.
Todo había cambiado, ya no estaban aquellos horripilantes seres, ni la extraña e hipnótica hoguera, ni los árboles que parecían querer abalanzarse sobre él.
Ahora, frente a sus ojos había un impresionante y tranquilo lago de quietas profundidades.
Su respiración se agitó, él conocía ese lugar. Volteó hacia todos lados, solo había una extraña oscuridad, pero pese a eso, sus ojos podían ver con total claridad. Y vio a las criaturas que recordaba. Duendecillos de ojos oscuros que lo miraban extrañados, sin parpadear, algunas esferitas de luz que flotaban cerca de él, haditas diminutas que revoloteaban, mirándolo con atención.
Sus ojos vagaron, mirando todo cuanto le rodeaba, pero un punto al centro del lago llamó su atención.
Frente a sus ojos, una gota de agua subió, brillando cada vez más, mientras el aire a su alrededor volvía a agitarse, cargado de estática. El viento se encendió en extraños matices azulados, comenzando a girar en torno a la gota de agua que ahora era un brillante punto blanco, y frente a sus ojos, la gota se partió en dos mitades iguales, alrededor de las cuales, un etéreo cuerpo fue tomando forma. Del remolino de viento surgieron dos largas piernas, dos delgados brazos y un hermoso par de alas que parecían hechas de encaje traslúcido. Lo último en tomar forma, fue una negra y larga cabellera, formada por un soplido más bien frío proveniente de la montaña. La gota de agua partida en dos se convirtió en unos fijos ojos negros, de brillante resplandor.
Frente a Tom se acababa de materializar del mismo viento y el agua, el Silfo al que añoraba. Diáfano, espigado, alto y esbelto, dotado de tal hermosura que resultaba imposible describirla. Su piel era tan transparente, que se apreciaban cada una de sus venas, encendidas como si fueran relámpagos eternos que jamás dejaban de brillar.
Entonces todo se detuvo, el viento quedó quieto, el agua no se movía, el chico no respiraba. El Silfo no sonreía.
La noche se acentuó en el silencio que siguió. Tom no sabía que decir, se había olvidado de su voz, de su propia materia en el mundo de los humanos. Todo cuanto existía para él estaba en la criatura que lo miraba enigmáticamente desde las alturas.
—Has crecido — fue el murmullo que arrulló a la quietud que reinaba en el lugar, la voz parecía fundirse con la brisa húmeda que envolvía todo el bosque.
—Creí… — Tom no podía hablar sin balbucear — creí que no volvería a verte…
—Acabo de romper una regla muy antigua — confesó el Silfo sin emoción alguna en su hermoso y pálido rostro. Tom no respondió, no entendía de que hablaba aquel ser, que aleteó, enviando un chorro de luz dorada que encendió las aguas quietas del lago, iluminando sus profundidades.
—¿Una regla? — repitió
—Una que no debí romper, pero no podía permitir que esas criaturas se apoderasen de ti, pequeño Tom— murmuró, aún sin sonreír, los colmillos destellaron — sé que has sufrido mucho, y que hay cosas que no comprendes… lo he visto todo, pero no podía intervenir…
—¿Por qué tardaste tanto en volver? — la voz de Tom había sonado casi como un reproche. Al oírlo, el Silfo sonrió.
—Esto jamás ha sucedido antes… jamás un Silfo como yo ha podido materializarse frente a un humano… pero tú, Tom… ya no eres un humano…
Tom no lo entendía, en lugar de sentir que sus dudas se despejaban, la criatura lo confundía aún más. Pero después de un segundo decidió que nada más importaba. Había logrado volver a ver al Silfo, nada podría ser más mágico y magnífico que eso.
—No me importa lo que sea — murmuró, extasiado — al menos he podido verte una vez más.
El Silfo ladeó la cabeza, intrigado, y en la fracción de segundo en la que tardaron sus alas en impulsarlo, apareció a un palmo del rostro de Tom. Sus cabellos se agitaban como si estuvieran sumergidos en agua, al igual que la brillante tela que cubría la sutil forma de su cuerpo.
Tom no retrocedió. Sus ojos captaban en todo su esplendor a la criatura, cuyos ojos ahora se habían vuelto blancos y brillantes, al igual que los colmillos afilados que sobresalían un poco de sus labios. Sabía que debería sentirse asustado, pero no lo estaba. Un extraño perfume a flores y algas de rio impregnó sus fosas nasales. El aroma de la criatura era extraño, fresco, almizclado y decadente al mismo tiempo.
—Cierra los ojos— ordenó la criatura, pero Tom no obedeció.
—Si hago eso tu desaparecerás…
—No temas…— pidió con su extraña voz sin tono definido — cierra tus ojos Tom, y extiende las manos.
A regañadientes, el chico obedeció. En cuanto sus ojos se cerraron, sus manos experimentaron una sensación indescriptible. Era una extraña clase de calor húmedo, cargado de electricidad, tanto, que podía llegar a ser doloroso sin serlo, y pronto, Tom sintió que el calor iba tomando forma y materia, sintiéndose como una mano real, caliente y perfumada, unos dedos que se entrelazaban con los suyos, enviando una corriente eléctrica por todo su cuerpo.
Tom sintió un leve soplo en la frente, una suave ráfaga de viento caliente que agitó su cabello, y la sensación en sus manos desapareció.
—Abre los ojos— pidió la voz.
Tom obedeció. Milagrosamente, el Silfo aún estaba frente a él. Los ojos seguían fulgurando su extraño fuego blanco, sin embargo, ya no se encontraban en el mágico lago de quietas aguas.
A regañadientes, Tom apartó la mirada del Silfo y observó su entorno, cayendo en cuenta de que se encontraba de pie en el cementerio.
—¿Qué es esto? — cuestionó, sintiéndose nervioso. El Silfo se veía extrañamente real en aquel cementerio, su piel ya no era transparente, sus cabellos se agitaban con el viento. Parecía haberse vuelto de materia sólida, y aquello desconcertó al joven humano.
—Ya es tiempo… — dijo, de forma demasiado misteriosa, sutil y evasiva, y comenzó a avanzar entre las lápidas grisáceas, arrastrando las alas y acariciando el mármol y el granito de las derruidas cruces con la punta de sus dedos azules.
Tom lo siguió, tropezándose y enredándose con sus propios pies, hasta que la criatura se detuvo y se hizo a un lado. El chico se adelantó, mirando en shock la lápida de mármol gris que tenía enfrente, la cual rezaba su nombre. El alma se le fue a los pies, y un nudo le cerró la garganta.
El chico no encontraba su voz. Leía y releía el nombre, la fecha, el epitafio y seguía sin comprenderlo. Cayó de rodillas sobre la tierra húmeda, y las lágrimas besaron sus labios.
—Estoy muerto — murmuró aún en shock.
—Lo estás Tom, ya no eres un ser humano.
El joven volvió los ojos hacia el Silfo, que lo miraba desde las alturas, imperturbable.
—¿Qué soy? ¿Cómo sucedió? — El Silfo parpadeó, y una punzada de dolor atravesó su cabeza en ese momento, un flash blanco en donde el chico pudo observarse así mismo un segundo antes de que aquel auto, que iba a demasiada velocidad, y cuyo conductor estaba totalmente alcoholizado, lo embistiera con fuerza. Entonces cerró los ojos, dolorido por ese recuerdo.
—Moriste de una manera tan rápida y violenta, que ni siquiera te diste cuenta — murmuró la criatura.
Entonces el chico lo comprendió todo. Por eso sus padres no lo notaban, por eso tenían ataques de histeria cuando Tom intentaba hacerse notar, por eso su madre lloraba tanto.
—¿Por qué…? — replicó el chico, en un murmullo roto, sentía que su alma se desgarraba por el dolor. — mis padres…
—Lo lamento Tom, pero ya es tiempo de que asciendas a otro plano — el Silfo se detuvo a su lado, cobijando a la figura arrodillada con un ala. Tom sintió un calor semejante al golpe de un rayo del sol cuando el ser lo envolvió — cierra los ojos.
El chico obedeció. Se sentía vacío por dentro, pero la reconfortante presencia del Silfo evitaba que se pusiera a gritar como demente en mitad del cementerio.
Pasó apenas un segundo, el chico sintió que su cuerpo era levantado y flotaba.
—Abre los ojos — ordenó la criatura, y Tom reconoció su propio hogar. Estaba flotando, el Silfo flotaba a su lado, con los ojos fijos en las figuras de sus padres, que sentados en el sofá donde muchas veces Tom compartiera tiempo con ellos, miraban hacia la nada.
—¿Qué hacemos aquí?
—Debes despedirte, son tus padres, ellos te crearon y necesitan de ti para seguir adelante, envía una señal, haz que sepan que estás bien.
El chico no entendía nada. ¿Cómo podía hacer lo que le pedía el Silfo, si no sabía cómo?
—No sé cómo hacerlo— susurró, temeroso de lo que estaba pasando.
—Concéntrate Tom, y piensa en lo más hermoso que solías hacer con tus padres, el momento más feliz que recuerdes… — urgió la criatura — tenemos poco tiempo…
¿Tiempo para qué? Hubiera querido cuestionar el chico, pero obedeció, no deseaba volver a sentirse solo. Estaba muerto, si el Silfo lo abandonaba ¿Qué sería de él?
Recordó entonces la vez primera que sus padres le obsequiaron una botella de perfume que olía casi tan exquisito como el Silfo que estaba a su lado. Tom tenía trece años y había hecho una gran pataleta para conseguirlo, hasta que sus padres accedieron. Quizá era un recuerdo bobo, pero para él había sido algo mágico.
Entonces, sus padres parecieron volver a la vida. La estancia entera se llenó con el aroma intenso de aquel perfume. Sus padres se levantaron, comenzando a llorar y Tom quiso estirar la mano y alcanzarlos, pero no podía, el Silfo lo estaba arrastrando más y más arriba, hasta que a su alrededor no había nada más que un cielo oscuro tachonado de estrellas. Sabía que debería sentirse asustado, pero no podía encontrar aquella emoción en su pecho. Solo estaba desconcertado, pero se sentía en paz estando en compañía de la criatura.
—¿Qué pasará? ¿Qué estoy haciendo aquí? — en su cabeza nadaban un millón de preguntas que dudaba el Silfo le pudiera responder, aunque su tiempo con él se había prologando muchísimo más que la última vez. Pero ahora era diferente, estaba muerto, ya no era nada. ¿Acaso estaba condenado a vagar como alma en pena en la oscuridad de la noche para siempre, sin ningún otro motivo o propósito? ¿No existía el cielo? ¿O el infierno? ¿Dios o el demonio?
—Tom— el ser interrumpió sus pensamientos con su áurea voz — estoy aquí para guiarte.
—¿Guiarme? ¿Cómo?
La criatura no respondió. Abrió sus majestuosas alas en toda su longitud, derramando chorros dorados que le agitaban los cabellos. La piel azul resplandeció, como si cada uno de los poros se encendiera de repente, emanando luz. Elevó su rostro gatuno hacia el cielo, en perfecta alineación con la luna llena, y de sus labios salió un gorjeo casi inaudible. Parecía estar cantando, o recitando, y por debajo de sus pies, que rozaban las copas de los árboles, Tom vio como miles de pequeñas esferas de luz se acercaban para formar un extraño círculo, mientras la letanía seguía fluyendo de los labios del Silfo.
—Cierra tus ojos una vez más y concéntrate en lo que sientes ahora mismo. — canturreó; su boca se entreabrió y sus blancos colmillos resplandecieron.
Tom obedeció de nueva cuenta al Silfo, pero no podía sentir nada más que un enorme vacío, un vacío punzante y helado como la mano de un muerto. Las manos de la criatura lo apresaron con fuerza por los antebrazos, pero el contacto no asustó a Tom.
De pronto, sintió calor, su espalda se calentaba, exactamente igual que cuando el ser lo envolvió con sus alas de tul, de modo que pensó que el Silfo había vuelto a rodearlo como antes, sin embargo, el calor comenzó a aumentar, dando paso al sofoco. Ya no era agradable, ya no se sentía bien. El calor aumentaba en oleadas, y ahora lo sentía tan intenso como un par de brasas de carbón encendido sobre los omóplatos. Se removió, incómodo y dolorido, quiso gritar, pero de su boca no salía sonido alguno, sus ojos no le obedecían, y el férreo apretón del Silfo se tensaba de repente, aumentando en fuerza. La mente de Tom rehuyó aquella extraña sensación, pero su cuerpo no le respondía.
—Solo un poco más— susurró aquel extraño ser feérico, y en efecto, el ardor comenzó a menguar poco a poco, hasta dar paso a una extraña sensación de frescor. Todo había cambiado en un segundo. Los aromas le parecían mucho más intensos y definidos, podía escuchar a la perfección cada sonido del bosque circundante, el canturreo de los ríos, el movimiento del viento entre los árboles, el zumbido de los insectos, incluso el aleteo de las pequeñas criaturas que revoloteaban a su alrededor, y desde luego, el extraño sonido que emitía el aura del Silfo, similar al de las campanillas de viento.
—Ahora abre los ojos— murmuró la criatura, liberando del agarre a Tom.
Lo primero que el chico vio fueron aquellos extraños ojos sin pupila, que le miraban sin expresión alguna, pero de modo benévolo, y nada más. Entonces, el muchacho extendió sus manos, sobresaltándose al ver el cambio en la piel que durante dieciséis años le perteneciera. Ya no era sólida, ni tenía el color canela de siempre. Sus brazos eran más blancos y diáfanos, pero sin llegar del todo a ser transparentes, la piel resplandecía con un fulgor intenso parecido al de un trozo de luna, casi tan intenso como el del Silfo que lo miraba sin pestañear.
—¿Qué? ¿Qué está pasando? — cuestionó, frotándose la piel, que ya no podía cambiar. Sus angustiados ojos buscaron respuestas en el Silfo.
—Ha pasado lo que tenía que pasar— murmuró la criatura de forma enigmática — ahora has regresado a tu forma natural.
—¿Mi forma natural? — Tom estaba más confundido que nunca, y vio con los ojos como platos, como el Silfo extendía su resplandeciente brazo en su dirección, hasta posarlo en una superficie mullida y clara, que estaba al lado de Tom.
—Eres un ángel Tom, siempre lo fuiste — le dijo, y el chico entonces se percató de aquello que lo rodeaba, un gigante par de alas claras y plumosas, que apenas si se agitaban en su espalda. El muchacho se alarmó tanto que dio casi una voltereta, descubriendo que aquel par de alas, que ahora eran parte de su cuerpo, lo sostenían con firmeza, aleteando con fuerza, y entonces, maravillado, las contempló largamente. Eran de gran envergadura, fuertes y aerodinámicas, repletas de largas plumas color gris perla, cálidas al tacto.
—Un ángel— repitió, tratando de procesar el hecho. ¿Cómo era posible? Incluso su amada ropa exagerada en tallas había desaparecido de su cuerpo, y su vestimenta ahora era similar a la del Silfo, pero en todas las tonalidades de blanco que existían.
—Un ángel recién nacido, pero ángel a fin de cuentas…— la criatura sonrió, pero la alegría no le llegó a los ojos. Era incapaz de sentir emoción alguna, mientras que, en Tom, las emociones bullían como la lava de un volcán.
Poco a poco fueron descendiendo, hasta estar de pie nuevamente en el bosque, protegidos por los negros árboles. Ahora Tom era bien consciente de la nueva parte de su cuerpo, las enormes alas cuyas puntas rozaban el suelo.
—¿Qué voy a hacer ahora? — susurró el ángel, contemplando su reflejo en el espejo de agua. Seguía siendo igual, los mismos ojos oscuros, la misma boca bien definida, el mismo cabello, que ahora no estaba enredado en rastas, sino libre y suelto, y que le llegaba por los hombros. La única diferencia era el resplandor, el tono de la piel y las estremecedoras alas.
—Desde la primera vez que te vi, supe que nuestro encuentro no había sido algo fortuito — el Silfo olisqueaba delicadamente los aromas de la noche — Los cachorros humanos son incapaces de vernos, en especial a los Silfos y Sílfides, y el que tú lo hayas hecho conmigo, me llevó a investigar. Conversé largamente con los míos acerca de ese suceso, y mi tarea desde entonces, fue vigilarte. Tu historia estaba escrita desde hace mucho al igual que nuestro encuentro, y esta noche todo se ha alineado para que puedas volver a tu condición normal.
—La noche de San Juan…
El Silfo asintió, estiró una mano y un hada diminuta se posó en su dedo índice.
—Tengo tantas preguntas… — Tom apenas podía concentrarse. El Silfo seguía robándole toda su atención, pero también estaba consciente de lo que acababa de suceder, no quería pensar mucho en el tema, pero era algo que debía abordar tarde o temprano.
—Tenemos tiempo para responderlas todas…— murmuró la criatura, haciendo que Tom frunciera el ceño. Pensaba que era cuestión de minutos para que el Silfo se fuera, sin embargo, parecía estar muy a gusto ahí de pie, resplandeciendo como un extraño sol celeste y con un hada luminiscente que brincoteaba entre sus dedos, riendo con el sonido de miles de campanitas de viento cuando el Silfo trataba de apresarla juguetonamente en su puño.
—Pensé que te irías…— susurró el ángel, probando mover un poco las alas, si se concentraba bien, las sentía como si fueran dos extremidades más. Pudo extenderlas a lo ancho y hacia arriba, apreciando cuan grandes eran. A cada minuto le gustaban más.
—No voy a irme ahora Tom, eres como un bebé recién nacido, no sabes nada, si te dejo solo, esas horribles criaturas de hace rato pueden volver por ti y llevarte, el hecho de que seas un ángel te vuelve aún más vulnerable.
Las palabras extrañaron al chico, pero al mismo tiempo, un inmenso júbilo llenó su cuerpo. ¿En verdad el Silfo iba a quedarse con él? Era su más grandioso sueño vuelto realidad.
—Una de las funciones de alguien como yo… — prosiguió el Silfo— mi misión ahora es avocarme en acompañarte y guiarte, de lo contrario tu alma quedaría vagando en el éter sin rumbo definido por un tiempo infinito. No se te concedió la ascensión al paraíso, de modo que tienes un propósito en la tierra de los vivos, y eso, lo descubriremos juntos…
—¿Cuánto tiempo estaremos juntos? — cuestionó el ángel.
—Probablemente toda la eternidad…
Continuará…
¿Qué les pareció?