PERVERSOS
París. 1:30 pm. Año 1999.
La media tarde era tan fresca… París justo al medio día… un paraíso fragante y lleno de sol.
A las orillas del rio Senna, en el cruce de la calle de Bourbon y Jean Blu de Bellay hay un simpático café llamado “Café Lutetía”, y es el paraíso de los pequeños cafés sombreados, llenos de extraños tesoros y frescos rinconcitos color terracota y verde musgo en donde los enamorados que escapan de sus rutinarias vidas al candor de Paris pueden entregarse en el espiral de amor y pasión que ofrece cada recóndito escondite de la llamada “Ciudad del amor”
Y es en este tímido y a la vez llamativo lugar en donde las copas vacías bailan sobre los manteles que mueve el viento, que un anciano de blancos cabellos le relata a su nieta una historia.
Una historia que él quiere creer es una leyenda un tanto insulsa que solo sirve para asustar, y para la chiquilla (una vidente sensorial muy poderosa pero aun neófita en lo que concierne de a su don) algo místico y siniestro, algo que le provoca un estremecimiento que recorre su pequeña espina, pero que la tiene fascinada.
La chiquilla, una niña de solo cinco años llamada Aziza Novú escucha atentamente. Sus increíbles ojos color aceituna están brillantes y se aparta constantemente el cabello azabache que se le queda pegado a la frente color de nieve por culpa del sudor y del calor.
El abuelo Allegre siempre le relataba historias, y las historias a veces eran coherentes, a veces hermosas y totalmente ilógicas, y casi siempre le daban miedo.
El abuelo clavó la mirada en la lejanía durante unos cuantos segundos. Tenía el ceño fruncido y una expresión entre distante y perpleja y eso quería decir que estaba recordando. Aziza aguardo en silencio hasta que el abuelo empezó a hablar con voz vacilante y entrecortada.
—Cuando eran jóvenes,… entonces el mundo estaba enamorado de ellos. La opinión del mundo lo significaba todo para ellos a pesar de que intentaban fingir que no les importaba en lo más mínimo. Cuando saltaban y hacían piruetas en las calles después de media noche, su pueblo se volvía aun más gris y embarrado, y los tejados se inclinaban ante ellos para adorarlos y besar sus cabelleras teñidas.
Vagabundeaban por las tiendas rozando los cristales y la porcelana con las delicadas yemas de sus dedos, acariciando con la lengua cualquier cosa dulce o de colores vivos, sujetando cautelosamente los objetos, como si coger el pueblo con las dos manos hubiera podido contaminar su piel— el anciano hizo rodar la palabra “contaminar” a lo largo de su lengua, paladeándola como si fuese vino de bayas, haciendo que la palabra adquiriese un sabor oscuro y suculento—Los matones de su escuela les gritaban insultos, insultos oscuros y sucios que apestaban a garabatos en las paredes del retrete y tazas manchadas; pero esos chicos nunca se peleaban con ellos porque sabían que los gemelos tenían magia, poder y sadismo.
Todo el mundo sabía que algún día se irían a la gran ciudad, donde podrían recoger abalorios multicolores de entre las colillas de cigarro amontonadas en la cuneta, donde la luz de la luna sería tan dolorosamente penetrante como un queso de neón ardiendo en un cielo de terciopelo azul. Y eso hicieron, se fueron a Nueva Orleans.
El abuelo se calló y Aziza cerró los ojos, imaginándose a aquel par de gemelos tan místicos de los que hablaba el abuelo, pero al recordar que ni siquiera los había descrito físicamente abrió los ojos.
—Sigue— dijo— ¿Qué les ocurrió en la ciudad?
—Los artistas se los disputaron para sus películas. Eran gemelos y la gente sofisticada adoraba esa perversidad. Su pornografía de la variedad imagen-en-un-espejo era arte. —El anciano, Joseph Allegre, jamás había tratado a su nieta como se trataba a una niña cualquiera. Le fastidiaban esa clase de boberías, las de tratar a los niños como seres estúpidos e irracionales. El siempre había hablado con ella con la verdad, sin maquillajes ni tapujos, porque sabía que de sus siete nietos, todos los demás ovejunos varones, ella era especial, madura y sensata y estaba profundamente encariñado con ella, la quería más de lo que había querido cualquier otra cosa en sus casi ochenta años.
—Eran dos David de Donatello, delgados y hermosos, no robustos y pesados como los de Miguel Ángel, ya sabes quién, el del museo…, —ella asintió frenéticamente, por supuesto que conocía a Miguel Ángel y a sus obras más famosas, el abuelo la había llevado al museo a contemplarlos muchas veces— ellos eran criaturitas andróginas que se resaltaban los huesos el uno al otro con lápiz de labios. Permitieron que disfrutaran todos los tipos de arte, lujuria y perversión que conocía la ciudad, y se lo permitieron porque sus labios eran demasiado suculentos, porque tenían ojos de topacio y poesía en las manos.
Y finalmente acabaron hastiados de todo, pero cuando estaban acostados sobre su colchón seguían siendo insaciables. Vivieron y vivieron, y vieron como iban apareciendo las primeras arrugas alrededor de sus ojos. Vieron como los años de licor, cigarrillos caros, drogas y pasiones se iban dibujando a sí mismos sobre sus rostros de estrellas de cine y se mordieron la garganta el uno al otro por pura desesperación, pensando que la sangre les permitiría recuperar la belleza. Pero su sangre se había vuelto granulosa y había perdido el espesor al mezclarse con otras sustancias… ya no era el rico manantial púrpura que habían saboreado en el pasado; pasaban días enteros acostados sobre el colchón como dos palos resecos colocados el uno al lado del otro. Se olvidaban que debían comer, se olvidaban de todo…
El anciano guardó silencio nuevamente, e intentó tragar saliva pero le fue imposible, su garganta se negaba a funcionar y acabo emitiendo una especie de jadeo ahogado, y de repente la manita de su nieta estuvo sobre la suya y le apretó los dedos, reviviéndolos y volviendo a insuflar la vida en ellos. El anciano se estremeció y empezó a volver poco a poco al interior de su cuerpo. Calor, la sangre ahí donde tenía que estar, en sus venas y el fluir seguro y cuerdo dentro de ellas.
— ¿Qué fue de esos gemelos? — preguntó Aziza mientras pestañeaba.
El abuelo se concentró y descubrió de repente que no quería volver a pensar en los gemelos.
Pero Aziza quería oír el resto de la historia. El abuelo quería creer que solo se trataba de una historia y se arrepintió de haberla compartido con su nieta; porque algo dentro de él le decía que había más verdad de la que pensaba en aquella leyenda.
—Se fueron debilitando poco a poco— dijo— al final tuvieron que vivir días alternos. Uno de ellos cuidaba del otro y vigilaba el pecho inmóvil, los ojos nublados, la boca reseca… cuando llegaba la primera luz del amanecer el gemelo muerto empezaba a moverse y el gemelo vivo se estiraba sobre el colchón, y su piel se agrietaba sobre los huesos y sus cabellos se esparcían como hierba reseca sobre la desnudez de sus hombros huecos, hasta que un día… un día… un día los dos tenían los ojos abiertos, pero ninguno se movió.
El abuelo acabó de hablar en un chorro de palabras atropellado que olía a café, aire rancio y a la fetidez del miedo y sintió que estaba a punto de perder el control de nuevo. Aziza le cogió la mano, los dedos le temblaban espasmódicamente y en menos de cinco minutos ya habían abandonado el lugar dejando sobre la mesa los billetes que cubrieron de sobra su consumo.
Ninguno de los dos notó en ningún segundo que la historia de los gemelos había sido seguida muy de cerca por dos pares de oídos sentados a tan solo una mesa; una mesa en donde se encontraban dos chicos…
Un par de fantásticas criaturitas andróginas que aun se resaltaban los huesos con lápiz de labios y aun disfrutaban de todo tipo de perversiones y lujuria. Un par de gemelos…
El más joven de los dos solo por diez minutos de diferencia miró con atención al anciano y a la chiquilla que se alejaban. Su mirada era cargada, mordaz, profunda, mortífera… tan penetrante que hizo que la chiquilla se volteara en el último momento para captar la mas malévola de las sonrisas, una sonrisa siniestra, llena de dientes blancos y un par de colmillos que se desenrollaron desde su lugar en el paladar del gemelo más joven, quien disfrutó del repiqueteo en el ritmo cardiaco de la chiquilla antes de que el pánico hiciera correr su corazón a doscientos latidos…
Entonces se volvió hacia su igual, que lo miraba con una oscura ceja arqueada y una expresión de burlona aprobación.
— ¿Por qué tenias que aterrorizarla así? — inquirió mientras apoyaba el mentón en su mano.
—No era para ella, era para ese anciano tan idiota— bufó molesto el menor, quien de los dos era el que menos paciencia tenia.
— ¿Qué es lo que te molesta? — inquirió el mayor.
—Que todo lo modificó, y la historia él la conoce, pude verlo en su mente.
—Si— coincidió pensativo el otro dándole la razón a su hermano— yo también lo vi, pero vamos, seguramente no quería que la mocosa escuchara toda la verdad…
— ¿Sabes qué Tomuán? — dijo el más joven, mostrando los dientes en un gruñido amenazador y enfatizando en el nombre completo de su hermano a sabiendas de que odiaba que lo llamase así— A veces me das asco, tanta sensiblería como si fueras una maldita monja… hemos destrozado a miles de chicas incluso más jóvenes.
—Lo sé, pero no dejo de admirar esa inocencia que les emana de los poros cuando aun están vivas, y además esa chiquilla no es como las otras, no puedes culparme por eso Billard.
Bill le frunció el ceño a su hermano, pero después sonrió y se volvió a sentar correctamente.
Hacia un rato habían ya ordenado. Bill quería pastel, y Tom pidió una hamburguesa lo más cruda posible. Estaban hambrientos a pesar de que se encontraban totalmente flipados en un gran viaje de acido recién ingerido que hacia cosquilleos en su interior.
De un momento a otro fueron servidos y en tiempo record habían devorado la comida; los trocitos de la hamburguesa de Tom en restos semidestrozados estaban esparcidos por la mesa, las ruinas del pastel de Bill, diminutos riachuelos de fresa que se desangraban en las lagunas de nata batida eran una visión tan horripilante como la de un animal atropellado en la cuneta. Bill metió los dedos en el pastel y luego se los lamió, mirando provocativamente a Tom. Sus ojos parecían todo pupila, círculos inmensos ribeteados de negro que brillaban de una manera increíble, después le sonrió a su hermano con una extraña sonrisa llena de una sustancia roja recubría los intersticios de los dientes de Bill: restos del relleno del pastel y Tom sintió un tirón en su bajo vientre, pero Bill no se encontraba de buen humor porque aun seguía cabreado por culpa del anciano.
Así que mientras Tom devoraba su tercera hamburguesa Bill se dedicaba a pensar, a recordar, y a admirar a su hermano devorar la carne cruda… era jodidamente excitante.
A pesar de tener casi cien años de vida su mente seguía siendo rápida, lucida, transparente como un lago y absorbente como una fregona.
Por supuesto que aquel viejo reseco conocía perfectamente la historia, como también conocía que no se trataba para nada de una leyenda sino de una realidad.
“Por supuesto que la historia la comenzó bien” pensaba Bill “así fueron nuestros inicios. Tom y yo estábamos solos y perdidos porque hasta que tuvimos casi treinta años nos dimos cuenta de que estábamos solos porque habíamos hecho pedazos a nuestra madre al nacer… nuestra vida comenzó cuando nos fuimos a Nueva Orleans y disfrutamos de todos los placeres que la vida podría otorgar hasta que poco a poco nos fuimos consumiendo hasta… morir en vida. ¿Y cómo es que estamos vivos? Tom y yo no estamos vivos, ni estamos muertos, somos sustancia, pero sustancia palpable y real, una nebulosa pesadilla… y solo nos mostramos ante quienes queremos que nos vean tal como somos… ¿pero cómo íbamos a saber que podríamos permanecer por décadas y décadas muertos en vida si nadie nos dijo nunca nada? todo se lo debemos a un descubrimiento: un chiquillo que había escapado de casa en un acto de rebeldía y orgullo adolescente herido que llegó casualmente hasta nuestro escondite de satén podrido, estábamos tan desesperados que de manera inconsciente saltamos sobre él y después…Tom y yo chupamos la vida de ese chiquillo para seguir siendo hermosos… oh cuando murió tenía un sabor tan exquisito…y nosotros el mismo aspecto glorioso”
Bill pensó nuevamente en la chiquilla, de la misma edad del niño que les había devuelto la lozanía y que les había mostrado como podían seguir siendo hermosos por siempre… y esa chiquilla olía maravillosamente, con un aroma tan puramente virginal que a Bill se le había hecho agua la boca mientras deseaba poder tenerla entre sus brazos para extinguir lentamente su vida mientras contemplaba aquellos ojos de aceituna tan alucinantes… pero era inútil, sabía que Tom jamás le dejaría tomar nuevamente una vida tan joven… y menos aun la vida de una receptiva vidente tan poderosa como esa niña, tendría que esperar… Y mientras esperaba se dedicaba a fantasear con lo que le diría.
“Así es querida mía” se decía a si mismo imaginando el sabor a miedo que emanaría de los poros de la niña “La muerte no duele. La muerte es oscura, la muerte es dulce. La muerte es todo lo que dura para siempre. La muerte es la belleza eterna.
La muerte es un amante que tiene mil lenguas.
Un millar de caricias de insecto.
Morir es fácil.
Morir es fácil.
Morir es fácil y no duele.
Por supuesto que no estamos vivos… ni estamos muertos…
No sabíamos… no sabíamos nada… hasta después de mucho… Si. Somos vampiros… ¿pero qué clase de vampiros somos? Ah los vampiros… Los vampiros no es algo de lo que se deba hablar a la ligera, no como se hace en las novelas baratas y en las leyendas de Hollywood. Todos creen que los vampiros son los no muertos, los hijos de la noche. Creen que salen de sus tumbas cuando la luna cuelga en el cielo para chupar la sangre de las vírgenes, que se derriten convirtiéndose en espectros nebulosos cuando asoma el sol, que pueden transformarse en murciélagos y alejarse volando.
Pero los mitos se equivocan, y es precisamente el que los mitos se equivoquen que hace que los vampiros resultemos criaturas todavía más peligrosas. Los vampiros no somos No muertos, nunca hemos muerto. Algunos no morimos, algunos otros tardan centenares y mas centenares de años en morir. Somos una raza separada, varias razas separadas. Están los que chupan la sangre, igual que perros repugnantes… como malditas sanguijuelas, están los que chupan almas, los que se alimentan del dolor de los demás. Y hay vampiros amantes de especie muy peculiar y distinta, como nosotros.
Tom y yo sabemos apreciar el sabor de la sangre, pero no la necesitamos. Nos alimentamos con las almas que están dispuestas a dejarse devorar. Entramos en tus sueños hasta encontrar un nicho en el cerebro; claro que somos reales y si nos permiten entrar en el cerebro acabamos destruyendo de una forma tan irremisible como lo haría cualquier chupador de sangre o cualquier perro infectado de rabia.
Lo que robamos es de tan vital importancia como la sangre, como la vida misma. Nos alimentamos de la juventud y de la belleza… mientras más joven y bella sea nuestra víctima, más tiempo podremos disfrutar sin alimentarnos… vivimos de eso… sólo nos alimentamos de las personas hermosas…
Bill se distrajo cuando los dedos de la mano de Tom rozaron su piel a través de un agujero en sus pantalones y el contacto hizo que Bill se estremeciera; y un segundo después Tom había saltado atravesando la mesa, sentándose a horcajadas sobre Bill y rodeándole con las piernas… y a ninguno le importó el jadeo de sorpresa de la mesera, ni el murmullo que se desataron en el café lutetía.
Para Bill no fue tan sorpresivo… sabia que Tom quería su atención, y sonrió cuando las manos de Tom treparon por su torso moviéndose como delicados insectos blancos… un poco más cerca y Bill pudo oler el extraño y embriagador aroma a incienso perfumado con fresas, a cigarrillos de hierbas aromáticas, a vino y sangre y lluvia y al sudor de la pasión que brotaba de ellos.
No había nada más que deducir, los gemelos eran hermosos, tan hermosos como para mantener a todos en el café pendientes de ellos, haciéndoles contener la respiración…
Vestían sedas en colores oscuros, pero que captaban la claridad de la luna y la devolvían convertida en mil tonalidades de iridiscencia, y cuando contempló el rostro de Tom, Bill no pudo ver en él ni rastro de la telaraña de la edad. Lo único que vio fueron sus labios oscuros, su sedosa cabellera trenzada y sus ojos como perlas negras, ojos sin pupilas velados por una película finísima.
Después Bill se adelantó capturando los labios de su hermano en los suyos, justo en el momento en el que emitía un jadeo bajo, un jadeo cargado de pasión, y Tom no se cortó en responder, dominante como siempre que en tan solo dos segundos controló la situación.
—Podría follarte aquí mismo— se las arregló para hablar dentro de la boca de Bill —pero seguramente estos mortales fastidiarían el momento.
—Entonces vámonos ya— dijo Bill levantándose con gracia y saliendo segundos después del local, desplazándose con lo que no cabía duda era más levitación que caminar, con Tom a remolque detrás de su trasero.
Se fueron de manera tan abrupta y rápida que la mesera, aun presa de un potente orgasmo mental, se olvidó completamente de la cuenta.
Continuará…