Perversos 2

Capítulo 2

Maryland. 2:53 pm Año 2009.

La carretera se extendía ante ellos en una inclinada pendiente, y su camioneta negra (una vagoneta sucia, polvorienta y llena de pegatinas de colores) avanzaba por aquel tramo como si fuese en una montaña rusa. Tom conducía con un codo asomado por la ventanilla y Bill, que ocupaba el asiento contiguo se entretenía mordisqueándose los dedos pegajosos mientras dejaba que el viento soplara en su cara.

Tom volvió la cabeza cuando pasaron por delante de una escuela secundaria.

— ¡Eh! ¡Niñitos!

—Presas pequeñas e insignificantes… que aburrido.

—Bueno pues yo creo que en una secundaria habría mucha diversión, todos esos chicos de caramelo y esas niñas de azúcar.

Tom se imaginó deslizándose a través de los pasillos invadidos de sombras de la tarde, a esa hora en que casi todo el mundo se ha ido a casa, avanzando con la nariz y la boca saturadas por el olor reseco del papel y el excitante olor subyacente que deja tras de sí la carne joven y sana impregnada por el chisporroteo de las hormonas. Quizá alguna alumna se habría quedado allí después de clases…, una niña mala a solas en el aula vacía, enfurruñada y con la mirada baja. Nunca llegaría a ver la mortífera silueta que se acercaba por el pasillo y se detenía detrás de ella. Tom pensó en desgarrar la piel suave, blanca y firme de un estómago justo por encima del revoltijo de vello púbico. Era su sitio favorito para torturar a las chicas.

—Un templo del aburrimiento— dijo Bill a su lado. Se estaba trenzando de manera floja un mechón de cabellos negros, y jugueteaba con la trenza, separándola delicadamente con los dedos— El aburrimiento es pecado, el aburrimiento es blasfemo.

Tom soltó un bufido.

—Vamos, ¿Qué sabes tú de esas cosas? ¿Cuándo has estado aburrido?

—Tengo casi cien años— dijo Bill y contempló sus largas uñas con fascinación. Después sacó de su bolsillo una botellita de esmalte negro y comenzó a pintarse las uñas con meticulosidad— y me siento aburrido.

—Yo tengo casi cien años— Tom metió la mano debajo del asiento del conductor y sacó una botella— y este vino nació el mes pasado ¡bebamos por ello!

—Tenemos cien años— farfulló Bill con los labios pegados al gollete de la botella.

El vino era tan pegajoso y dulzón como si estuviera hecho de uvas podridas; Bill se lamió los labios y dio otro trago. Tom conducía con una mano e intentaba acariciar a un escurridizo Bill con la otra. Bill esquivó juguetonamente a su hermano y le pasó la botella de vino, Tom chupó el gollete, el vino corrió por su mentón y los dos se echaron a reír como locos cuando la camioneta dio un bandazo y cruzó la línea central.

Siguieron conduciendo y bebiendo sin mirar el mapa ni una sola vez. Tom siempre sabía que caminos debía tomar. El calor del magnetismo alcohólico que había en su sangre hacia que jamás se equivocase. Acababan de llegar de Nueva York, donde habían podido saciar sus apetitos cada noche con sangre y sustancia de gente hermosa, todo enriquecido por el sabor de drogas extrañas, donde una fanática del rock con los tornillos medio flojos les había permitido que pasaran los días durmiendo en su apartamento, hasta que empezaron a ser un poco descuidados y dejaron algo irreconocible y hecho tiras dentro de su bañera. La chica les dijo que observarles en sus perversiones incestuosas era estupendo, pero que no le iba la muerte; y además habían manchado de sangre su único juego de toallas. Aun estaba intentando decidir cómo iba a librarse del cuerpo cuando se largaron de su apartamento sin que ella se enterase. No consumieron su vida, era ambigua y sin belleza y por lo tanto no les llamó la atención.

Los gemelos eran unos auténticos genios en el arte de las huidas discretas. Habían tenido montones de práctica. Nadie les había enseñado y después de morir varias veces habían aprendido como hacerlo. Quizá esa era una de las razones por la que los gemelos eran tan perversos y malévolos. Nadie les había dado muchas lecciones, nadie se había sentado ante ellos para explicarles con que veloz inexorabilidad podría escurrírseles de entre los dedos la cordura y hasta la vida misma.

Los gemelos nunca supieron como habían venido al mundo en un pequeño bar de Nueva Orleans. Tenían vagas ideas tomadas de las leyendas y sus encuentros con algunos otros vampiros a lo largo de sus vidas; pero nunca supieron con certeza lo que ocurrió. Jamás supieron nada de Simone, su joven madre de dieciséis años, embarazada por un poderoso y apuesto incubo con el que soñaba cada noche.

Jamás supieron como ella en pleno año 1900 lleno de prejuicios, rechazada por sus padres, embarazada y débil fue a caer en manos de un auténtico bebedor de sangre extrañamente gentil que se consagró a cuidarla durante la agónica gestación de los pequeños demonios a los que ella tanto amaba, nunca supieron como habían venido al mundo, destrozando a su madre con sus manecitas minúsculas, abriéndose paso hacia la vida, uno después del otro, mientras Simone agonizante de dolor y al borde de la muerte le rogaba a aquel vampiro que cuidara de sus preciosos gemelos, le imploraba que los dejara vivir mientras moría besando los nombres de sus hijos con los labios: Billard y Tomuán.

El poderoso y antiguo vampiro intentó cumplir la promesa. Envolvió a los hermosos bebes de Simone en mantitas de punto que ella misma había tejido y los llevó a un lugar alejado, un lugar que estuviese seguro que no iba a recordar después.

Los pequeños gemelos eran unas criaturitas preciosas, un par de bebes hechos de azúcar hilado. El vampiro quería creer que alguien les amaría, alguien humano que viviera lejos del sur, lejos del aire de la noche y de las leyendas. Quería creer que los gemelos quizá conseguirán escapar del anhelo de la sangre y de la muerte, que serian felices, que estarían enteros.

Hacia el segundo amanecer de los gemelos, una silueta alta y oscura envuelta en gruesas prendas negras se inclinó en un suburbio de Luisiana lleno de casas elegantes y hermosas con céspedes perfectamente cortados en color verde oscuro. Dejó un bulto en el umbral de una casa color marfil con un porche amplísimo y columnas que asemejaban un palacio y se alejó caminando lentamente sin mirar atrás. Los gemelos no pudieron ver la cestita dentro de la que reposaban, no podían leer la nota escrita con una caligrafía tan fina que parecían hilos de telaraña sujeta a su manta con un alfiler, encima de sus nombres bordados bruscamente en las mantitas: Se llaman Tomuán y Billard. Cuiden de ellos y les traerán suerte.

Bill y Tom crecieron en aquel palacio, educados por un par de idiotas llenos de buenas intenciones, siendo observados con perplejidad y algo de miedo.

De pequeños habían hecho un sinfín de malévolas travesuras y siempre se sentían incapaces de conseguir que les importara. La ira imponente de su padre y los ojos asombrados de su madre no podían inspirarles miedo, apenas una tenue culpabilidad que los gemelos desdeñaban inmediatamente catalogándola como estúpida y carente de fundamento. Siempre fueron un par de desconocidos para sus padres y les resultaban incomprensibles. Rechazaban su mundo, los gemelos nunca les habían pertenecido, nunca tendrían que haberles recogido del umbral de su casa hacia tantos años.

Les habían dicho por supuesto que eran adoptados y consiguieron que todo sonara muy correcto y respetable y desde entonces habían vigilado meticulosamente a sus gemelos al acecho de cualquier señal de trauma infantil. Quizá el saber que no eran de su sangre aliviaba un poco la culpabilidad cuando se daban cuenta de lo diferentes que eran sus hijos. Quizá entonces eran capaces de justificar el anhelo de tener unos hijos normales que mantendrían su cabello bien peinado y fuera de los ojos, que traerían a casa amigas de rostros frescos y sanos vestidas con faldas limpias y blusas de color rosa. Quizá cuando miraban a sus hermosos pero terribles gemelos pensaban: <<Estas criaturas no están hechas de nuestra semilla, estas criaturas no son nuestro error>>

Les habían cambiado los nombres, profanando así la última memoria de su madre. Les habían llamado Kryztian y Kriztoff, y los gemelos siempre sintieron que esos nombres no les pertenecían.

Sus padres nunca habían accedido a enseñarles los papeles de la adopción, alegando que habían sido abandonados en un orfanato cuando eran tan solo unos recién nacidos y que nadie tenía ni idea de quienes eran sus verdaderos padres.

Los gemelos nunca tuvieron un amigo de verdad, nadie que viniera a su casa y jugara al escondite con ellos, a intercambiar bocadillos o que les invitaran a una de las fiestas de chicos y chicas que causaban furor. Pudieron ver como los pechos de las chicas cobraban forma debajo de las delgadas camisetas, pero jamás les llamó la atención. No podían reírse nunca porque habían empezado a ser conscientes de hasta qué punto estaban solos. Durante toda su infancia se habían distraído a sí mismos sin llegar a pensar en ello. Leían a solas, jugaban a solas, vivían a solas, pero como se tenían el uno al otro jamás les importó demasiado.

Pero a los doce años los gemelos cobraron conciencia de sí mismos y el proceso resulto muy doloroso. Comprendieron que no sabían quiénes eran.

Sus “padres” siempre estaban trabajando, su madre ocupándose de niños con problemas en un centro infantil, su padre haciendo algo con las finanzas; de modo que la casa estaba silenciosa y llena de sol aquella tarde que los gemelos decidieron explorar

Pasaron toda la tarde investigando en los cajones de las cómodas y escritorios, en archivos y cajas, hurgando en ellos desesperadamente en busca de sus documentos de adopción. Tenían que saber quiénes eran sus verdaderos padres, de donde habían venido y si alguna vez conseguirían encontrar el camino de regreso.

Pero los papeles de sus padres eran terriblemente aburridos, no había viejas cartas de amor perfumadas y atadas con cintas de color rosa, no había escándalos ni pañuelos de encaje manchados de sangre… no había documentos de adopción y su búsqueda se fue haciendo mas frenética a medida que las sombras se alargaban dentro de la casa, y cuando ya habían perdido la esperanza de encontrar algún papel, Kriztoff encontró algo. La nota estaba debajo de las gafas de la abuela y los botones de fantasía. Los gemelos llevaban tanto rato buscando que respiraban de manera entrecortada y sus cabelleras de azabache estaban levemente humedecidas.

El papel color crema era bastante grueso y en la parte de arriba había dos agujeritos, como si hubiera estado sujeto a algo. Kriztoff le extendió la nota delicadamente a Kryztian, quien intentó descifrar la caligrafía de trazos tan delgados y complejos como los hilos de una telaraña: Se llaman Tomuán y Billard. Cuiden de ellos y les traerán suerte.

Sus nombres verdaderos estaban atravesados y tachonados por una línea que desentonaba con aquella caligrafía tan fina, y sobre las letras de sus nombres que parecían titilar de tan delgados, habían escrito con una caligrafía robusta y descuidada Kryztian sobre el nombre de Billard y Kriztoff sobre el nombre de Tomuán.

Y entonces todas las piezas encajaron. Un par de bebés metidos en una cesta abandonados en el umbral de una puerta…, si, esos habían sido ellos y aquella nota debió estar sujeta a su manta, pero los desconocidos se habían quedado con ellos y les habían cambiado los nombres y habían intentado convertirles en unos de los suyos, y suponiendo que les hubieran traído alguna suerte, no cabía duda de que tenía que ser mala.

Los gemelos robaron la nota y desde ese día dejaron de ser Kriztoff y Kryztian para convertirse en Tomuán y Billard. Seguían respondiendo cuando alguien decía aunque fuera el nombre corto, Kriz, pero los nombres no eran más que el eco de una vida medio olvidada. Sus nuevos nombres les gustaban mucho.

Fueron creciendo poco a poco y una parte de la carne de la infancia se derritió esfumándose de sus huesos, y a los catorce años los gemelos descubrieron como masturbarse, y así nació la atracción y la pasión entre ellos, y sus juegos eran una experiencia altamente sensual, al principio mordiéndose con delicadeza y luego con más fuerza, saboreándose y sintiendo su carne entre los dientes… Bill descubrió que amaba dejarse dominar por su hermano, y también descubrió que Tom amaba dominarlo, y que únicamente podía dominarlo en ese aspecto y disfrutaban como nunca creyeron hacerlo. No necesitaban de nadie más que de ellos mismos…hasta el triste día en que su madre los descubrió y los confrontó frente a su padre, irradiando benevolencia y plenitud espiritual.

Pero su padre, cabreado, hizo una cara de repugnancia ante lo que era para él la indignidad definitiva e insuperable: unos hijos maricas y depravados.

Los gemelos fueron llevados ante un psicólogo reconocido mundialmente, y cuando el vetusto anciano alemán opinó que lo mejor sería separar a los gemelos en clínicas psiquiátricas especializadas a cada extremo del país, Tom y Bill decidieron que era hora de marcharse, y eso hicieron…

Estaban ya a varios kilómetros de la secundaria cuando renunciaron a encontrar el puesto de donuts que Bill creía haber olfateado y se detuvieron en un 7-Eleven. Bill llenó una bolsa gigante con golosinas y pasteles. Tom seleccionó un envoltorio de pastico sellado lleno de rodajas de salchichón y se cargó con vino barato.

Mientras Tom pagaba, la cajera les contempló con una concentración que rayaba en lo fascinado y cambio la posición de su gordo trasero sobre el taburete. Tenía la cara llena de lunares, le sobraban montones de kilos y se imaginaba que llegaría a los cuarenta sin haber sido tocada por ningún hombre, pero algo en los ojos de los gemelos hizo que se sintiera de la misma manera como cuando echaba un vistazo a los ejemplares de playboy que se vendían en el supermercado, antes de que se dijera a si misma que esas cosas no le interesaban en lo mas mínimo y volviera a ir a la iglesia; pero algo en esos ojos hizo que se preguntara que sentiría permitiendo que un hombre se acostara sobre ella y le metiera su herramienta dentro. Busco a tientas su paquete de Camel, encendió uno y le dio una calada hambrienta mientras veía alejarse la vagoneta negra, preguntándose si aquel par de ángeles con ojos de perla volvería alguna vez.

Cuando estuvieron de regreso en la carretera, Tom fue sacando rodajas de salchichón y se las metió en la boca, meneando la cabeza como un lobo en pleno frenesí alimenticio mientras engullía la carne casi sin masticarla. Bill lamió una rodaja de salchichón, mordisqueó delicadamente los dos extremos de un pastelito twinkie y tomó sorbos de la botella de vino de fresas. Ninguno de los dos se sintió satisfecho.

— ¿Estaremos en algún lugar con comida decente ésta noche? — preguntó Bill mordisqueándose los dedos casi con desesperación. Ya empezaban a aparecer las primeras grietas en su delicada piel… tenían que alimentarse.

Tom contempló la carretera con una mirada tan fiera que bien pudo haber comenzado a derretir el asfalto a través del parabrisas de la camioneta; no le gustaba ver a Bill hambriento y con la piel quebradiza… de los dos, Bill siempre había sido el más delicado.

—Mierda, estaremos en DC en una hora; pero puedes estar seguro de que seguirás teniendo la misma clase de hambre hasta que haya anochecido.

—Si— Bill consiguió curvar los labios en una grotesca sonrisa que hizo que mas grietas aparecieran en los planos de su hermoso rostro— así que iremos a DC… ¿y luego qué?

Tom lo pensó por unos momentos.

—Podríamos volver a París. Las heladerías de Saint Louis te encantaban ¿no?

—Pero queda muy lejos, y además entre nosotros y París se extiende un océano atlántico. Nada que comer, nada que beber… ni personas ni sangre.

—No te quejes tanto— canturreó Tom, acariciando las pestañas de Bill con la punta de una reluciente uña negra— no dejaré que pases hambre, y además está a punto de comenzar el carnaval.

Y a Bill se le iluminaron los ojos.

—El Café Lutetía ¿recuerdas?

—Ah… las hamburguesas…

—Y la chiquilla vidente…

—Puede que la encontremos… y ya no será una chiquilla— dijo Tom sonriendo como lo haría el mismísimo demonio.

—Y la sangre de todo el mundo está saturada de vino, cerezas y whisky…

Los gemelos guardaron silencio un segundo y sus lenguas saborearon el recuerdo del jardín del Edén.

—Hagámoslo — dijo Tom

—Vayamos a Paris…

Tom se tumbó sobre el volante y sufrió un incontenible ataque de hilaridad…

—Tenemos que conseguir una o dos presas… las más hermosas y jóvenes que encontremos, o lo pasaremos mal durante el camino.

Bill meditó un poco sobre eso… la posibilidad de una larga temporada de sequía antes de poder pisar París, pero después se encogió de hombros.

—Sí, pero a la mierda con eso ¡Vamos a París!

Tom encendió la radio y los dos cantaron con Bowie apoyándose el uno en el otro con sus voces más suaves y ceceantes mientras iban emborrachándose cada vez más, Bill pasó los dedos por entre las trenzas de Tom y le besó apasionadamente, mientras la carretera se desplegaba ante ellos como una cinta mágica que se iría desenrollando igual que una alfombra hasta que los llevara hacia DC y hacia el puerto que los llevaría a Paris.

Continuará…

Escritora del Fandom

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