Capítulo 4
Algunos días después.
9:27 de la noche.
El bar estaba en la Rue de Chartrés, lejos del centro yendo hacia la calle del canal. Nadie aparecía hasta las diez, ni siquiera en las noches de carnaval, como aquella noche de inicios de Septiembre. La calle estaba completamente vacía, no había ni un alma salvo la chica del vestido de seda negra, la muchacha de apenas catorce años, delgada y bajita de alucinantes ojos verdes y de suave cabellera negra que caía formando un telón delante de sus ojos. Su abuelo siempre sentía el deseo de apartársela de los ojos, de sentir como se deslizaba entre sus dedos igual que hilillos de lluvia, pero ya no se atrevía a tocarla.
Aquella noche como de costumbre volvía de su solitario paseo por el parque, lugar al cual había huido después de escuchar la conversación que tuviera su abuelo con su padre, conversación que ella había escuchado sin querer hacerlo, por accidente…
Flash back
Aziza estaba recostada entre las sabanas azules almidonadas y descoloridas a fuerza de lavados de su cama, y un anhelo intenso recorrió sus huesos con una punzada dolorosa. Había pasado muchas noches de infancia en esa cama, adormilándose, despertando y removiéndose, deslizando los dedos por entre su pelo mientras trataba de escuchar las conversaciones en voz baja que su padre y su abuelo mantenían en la habitación de al lado. A veces hablaban de cosas que Aziza no podía comprender, cosas que le asustaban, nombres que nunca podría recordar cuando la límpida luz del sol entrara a chorros por la ventana la mañana del día siguiente. A veces los dos hablaban de recetas extrañas, y de niños que ya habían crecido y de esposos que ya se habían ido o que estaban enterrados; pero Aziza los escuchaba fascinada incluso cuando hablaban de esas cosas.
Y a veces… a veces hablaban de ella, nunca de sus tres hermanos, solo de ella… pero nunca había escuchado una charla tan perturbadora como la de la noche anterior, unas palabras que la hicieron huir lejos para pensar que se trataba de otra persona distinta y lejana… pero las palabras seguían dando vueltas en su mente.
—Nunca tendrá una vida fácil, Joseph. El don de esa niña es demasiado condenadamente fuerte.
Ese era su padre, y se refería a ella, a Aziza y el don era las cosas que sabía, o que sentía sin que hubiera forma alguna de que pudiera saberlas o sentirlas; las cosas de las que no podía hablar a cualquiera y que su abuelo siempre comprendía.
—Ya lo sé Samvel. Nadie que haya poseído el don ha tenido jamás una vida fácil, sobre todo cuando tiene el corazón tan bueno y generoso como mi Aziza… cuando esa niña intenta soltar una mentira, es como si su frente se volviese de cristal. — Ese era su abuelo. Su voz siempre parecía un poco más suave y débil que la de su padre y las palabras también resultaban más débiles y difíciles de oír. —Pero confío en ella para que lo utilice bien. Nunca hará daño a nadie con su don— entonces bajó todavía más la voz. —Lo único que me preocupa es que su don pueda hacerle daño a ella, directa o indirectamente… pasará toda su vida sintiendo el dolor de los demás, y hace falta mucho aguante para no tumbarse en el suelo y dejar que ese peso te vaya aplastando poco a poco… o que el don la lleve a caer en manos de criaturas que la mancillaran hasta acabarla…
Entonces ella había huido disparada de ahí, con el vello de la nuca erizado y con las tripas revueltas por el terror.
Aziza se abrazó a si misma al sentir una oleada de aire frío aunque la noche era cálida. El viento sopló detrás de ella y el aire de la noche onduló en cálidas oscilaciones bajando por la calle de Chartrés mientras se alejaba hacia el rio oliendo a especias, ostras fritas, whisky y a polvo de huesos muy viejos, robados y profanados…
Delante de ella, llegando al claro que estaba a la orilla del canal había una confusa agitación de luces y movimientos, luces rojas, luces azules. Una ambulancia, dos coches de policía, un agente hablando con una mujer que parecía muy cansada.
Había algo en el claro, muy próximo al canal, algo que había puesto de repente muy nerviosa a Aziza. Algo desnudo, reseco, marchito…, un chico. Pero ¿Qué podría haber dejado su cuerpo en ese estado?, ¿Qué podía haberle chupado la vida hasta convertirlo en un cascaron arrugado? Aziza vio una mochila caída a su lado. Ropa, dos robots de juguete, transformers. Aziza los había visto en los anuncios de la televisión el sábado por la mañana. Partículas de suciedad se habían incrustado en la suave piel de su cara; su cabeza se inclinaba hacia atrás, medio cercenada, y la caverna de su garganta relucía con un oscuro resplandor rojizo…, pero había tan poca sangre, y los tejidos del interior parecían tan resecos y apergaminados. Alguien había colocado una manta gris sobre los planos y ángulos del cuerpo y una delgada manita blanquecina asomaba por debajo de la manta.
Aziza se detuvo y clavó la mirada en la manta y en el cuerpo que había debajo de ella. Sus pupilas se desenfocaron y los ojos se fueron cerrando poco a poco. La chica vio a través de la manta y a través de la muerte. Vio que aspecto había tenido el chico cuando estaba vivo, cuando sus jóvenes ojos estaban llenos de curiosidad e inteligencia, y el nombre surgió tan claramente en su mente como un recuerdo: Bástian. Sintió la furia que había impulsado a Bástian a salir por la ventana de su cuarto, a huir de casa y de los padres que utilizaban a su único hijo como receptáculo para su amor excesivamente protector. Había algo que no le habían permitido hacer…, ir a un partido de beisbol, pero no importaba. Lo importante era que el chico no tendría que haber muerto. Aziza sintió el miedo que había experimentado Bástian al encontrarse solo bajo aquellos arboles inmensos y el cielo ilimitado de la noche. Supo que el chico había estado a punto de darle la vuelta… pero que no lo hizo.
Aziza sintió como había ido aumentando el terror de Bástian a medida que captaba los sonidos –suspiros insidiosos, risitas suaves-, los sonidos que no pertenecían a la noche y a sus fantasmas habituales sino a algo más oscuro y extraño, más decidido y mucho, mucho más mortífero; y después sintió el contacto de las manos que habían agarrado a Bástian por detrás, cuatro manos muy fuertes de dedos afilados que le habían torcido el cuello en un ángulo exagerado, y las bocas hambrientas de dientes afilados que se habían paseado por todo su cuerpo y que le habían chupado la fuerza, la hermosura y la vida. Al final solo hubo el dolor que subía y subía en una espiral interminable y que se iba estirando hasta convertirse en un hilo imposiblemente delgado, un dolor exquisito, un dolor que borraba el pensamiento, la memoria y la identidad. Conocer un dolor semejante era perder tu yo, convertirse en dolor, morir y ser arrastrado flotando sobre la marea del dolor mientras escuchabas su canción estridente, el aullido sin melodía que se adueñaba de tus oídos. Eso era lo que le había ocurrido a Bástian.
Aziza permaneció completamente inmóvil y conoció la soledad de un cadáver caído junto a al canal que se va enfriando poco a poco, el sabor de la sangre que se va disipando de la lengua, los ojos que se van velando.
Aziza estuvo a punto de caer en shock, pero otra ráfaga de aire más helado aún le hizo recordar en donde estaba, así que se obligó a caminar más rápidamente, y pronto la ambulancia, los coches de la policía, el niño reseco, muerto y solitario debajo de la manta…, todo había quedado muy lejos, todo estaba detrás de ella.
Pensó en ir a casa, pero en realidad no quería hacerlo; no quería ver la mirada de ternura teñida de preocupación en el rostro de su abuelo, ni ver a sus pequeños hermanos jugar pegados en sus videojuegos, ni soportar las palabras de recomendación de sus padres, y que la riñeran por haber llegado tarde. Tampoco quería ir al centro, al carnaval o a la torre Eiffel… en realidad no sabía que era lo que quería. Comprendía bien que afuera, con ella, cerca o lejos, se encontraba aquello que había acabado con el pequeño Bástian, pero en realidad poco le importó.
Iría a la colina, seguro que se estaba muy bien allá arriba, y además podría ver las estrellas… estrellas que ya estaban esperándola. Prefería estar ahí en lugar de estar en el centro, en la torre Eiffel o en algún simpático bar que hubiera a las orillas del Senna, donde se reunían todos los chicos y chicas más populares de su clase.
La chica caminó sin prisas por la orilla de una carretera secundaria; y en algún punto invisible salió de ella y subió hasta llegar a un claro lleno de matorrales y de flores silvestres de finales de verano que no estaba lejos de la ciudad. La carretera se extendía hacia abajo detrás de ella, serpenteando hasta llegar al centro de París, y ante ella había una alambrada que marcaba el final de la colina, y a lo que ella le parecían kilómetros de distancia se alzaba la masa luminosa de la central eléctrica, un coloso azul y verde que dejaba escapar un tenue rugido y que se reflejaba en las aguas del canal. Allí arriba todo era muy verde y todo parecía florecer en el cálido verano parisino. La hierba crecía alta, los pastizales de las vacas se perdían a lo lejos y el roble inmenso que dominaba la esquina del claro extendía majestuosamente sus ramas. Aziza conocía todas las historias de aquel roble. Sabía que en una ocasión un indio había trepado a él para escapar de un oso, y en efecto las marcas de las garras del oso seguían ahí, a dos metros y medio trepando por el tronco, una señales muy profundas que parecían retorcerse en la corteza. Aziza decía que cuando el oso se había marchado, derrotado y hambriento, el indio había llorado abrazado al árbol, agradecido por haberle salvado, pero agonizante de culpabilidad, porque las garras del oso le habían hecho mucho daño al árbol, y que el roble había sangrado una savia casi transparente para llenar sus heridas y detener la llamarada de aquel dolor ciego. Ahora, muchos años después, la cicatriz había quedado cubierta por un nudo de savia maciza invulnerable e indisoluble y el árbol canturreaba feliz, meciendo sus ramas al compás del zumbido de la central eléctrica.
Aziza clavó sus ojos en el árbol, saludándolo en silencio, y después se dejó caer sobre la hierba y contemplo las calladas estrellas.
<<¿Qué fue lo que mato a ese chico?>> le preguntó su subconsciente, y ella se encogió de hombros y empujó su flequillo negro hacia adelante, echándoselo sobre la frente.
—Algo malo— habló al cálido aire de la noche— algo realmente malo.
Le era imposible permanecer quieta, se levantó y fue hasta la alambrada que impedía el paso a la central eléctrica, la cual estaba más cerca de lo que había pensado; curvó los dedos sobre el alambre espinoso. Estaba frio, mas frio que el aire de la noche, tan frio como la carne muerta; se estremeció.
<Un psicópata> se cuestionó <Un perro… o algún lobo que pueda andar por los alrededores>
Pero después meneó la cabeza en una lenta negativa.
—No fue ni un psicópata, ni lobo ni un perro… ¿Cómo podrían haber dejado seco al chico de esa manera?… no, fue algo… más.
Aziza estuvo a punto de dar la media vuelta para irse de ahí cuando la luna emergió desde atrás dela nube que la había ocultado e inundó la colina con su luz fría y blanca, y entonces Aziza tragó aire de repente, haciendo mucho ruido, como si algo le hubiera asustado.
La chica podía sentir como se movían sus pies, aunque no les había ordenado que se movieran y ni siquiera estaba segura de si quería que se movieran, pero dio varios pasos hacia el roble, ignorando las señales de alarma y advertencia de las ramas del árbol, que le avisaban que se largara a toda leche de la colina, pero cuando ella estuvo lo bastante cerca, las ramas se volvieron más nítidas y solidas… y entonces los vio, ya estaban ahí…
Los gemelos estaban sentados a horcajadas encima de una rama baja. Balanceaban las piernas de un lado a otro y sus manos trepaban por el tronco moviéndose como arañas blancas. Aziza se acercó un poco más y pudo oler el extraño aroma que emanaba de los gemelos. El olor eran todas las cosas que ellos habían amado cuando estaban vivos, las cosas que habían ido tirando de ellos hacia las profundidades y que habían impulsado a cada uno a alimentarse con la esencia del otro hasta que los dos se habían quedado totalmente resecos y vacíos, o eso era lo que decía la leyenda del abuelo Allegre; pero esa noche en la colina bañada por la pálida luz de la luna, los gemelos seguían siendo hermosos, y estaban innegablemente vivos. Vestían sedas negras y sus ojos eran como perlas plateadas que reflejaban la luz de la luna, ojos sin pupilas que no parecía que pudieran ver.
Pero los gemelos la estaban mirando y Aziza lo sabía y cuando estuvo lo bastante cerca como para tocar al árbol, uno de ellos le habló. Sólo fue su nombre, murmurado a través de las ramas.
—Aziza…
Pero fue como si un viento repentino hubiera llegado flotando desde un mar extraño. Aziza apoyó una mano sobre el árbol, cerca de una pierna envuelta en sedas, tan tangible que sintió el deseo de acariciarla.
¿Por qué estaba viendo a aquellas criaturas de la leyenda? Había pensado que eran dignas de compasión pero ahora le asustaban. Aziza se sorprendió preguntándose en que se habían convertido los gemelos después de su muerte y qué clase de cambios había producido la muerte en ellos, pero era claro que estaban vivos de alguna manera, incluso ahora ¿Qué permitía que lo estuvieran?
La chica estaba acostumbrada a hacerse ese tipo de preguntas. Los muertos y los personajes de leyendas siempre le habían visitado en sus sueños; había sido capaz de captar los pensamientos y las emociones de las personas que estaban cerca de ella… pero nunca había recibido la visita explícita para ella de las criaturas de algún sueño o leyenda mientras estaba despierta.
—Hola, Aziza— dijo jovial el gemelo más joven. Inclinó la cabeza hacia Aziza y sus labios cubiertos de carmín se curvaron en una sonrisa malévola y llena de dientes. Aquellos labios resultaban demasiado oscuros en ese rostro tan pálido de rasgos afilados y angulosos, y en aquella sonrisa no había ni rastro de calor, tan solo el espasmo de unos músculos olvidados hacía mucho tiempo. Aquella sonrisa era el recuerdo de una sonrisa, pero Aziza levantó la mirada hacia aquellos ojos que parecían discos de plata y no temió por su propia seguridad…, o al menos todavía no. Los gemelos llevaban mucho tiempo muertos, si es que en realidad habían vivido alguna vez fuera de la leyenda.
—Pues claro que no hemos vivido nunca— ironizó el gemelo mayor, captando el pensamiento de la chica— somos la leyenda, nada más.
—Nosotros no vamos por ahí matando niñitos en carreteras solitarias solo para chupar sus vidas— dijo el menor.
— ¿Verdad que cuando murió tenía un sabor exquisito, Billard? No, Aziza, nosotros no chupamos la vida de ese chiquillo.
—Nooooo, no fuimos nosotros— dijo Bill con retintín, lamiéndose una gota de sangre que le escurrió desde la comisura de sus labios— no lo hicimos para seguir siendo hermosos. No somos más que la leyenda de tu abuelo— se burló, sonriendo con el más puro sadismo.
Estaba claro que no tenían ninguna intención de ser creídos. Aziza captó una vaharada de podredumbre, un olor a seco y rancio medio oculto bajo el aroma exótico de los gemelos que tenía ribetes de marrón claro. Pero de repente, la piel de los gemelos adquirió una apariencia quebradiza, como si bastara del roce de una brisa para desprenderla de los huesos. Aziza sintió el deseo de preguntarles si morir resultaba doloroso, y si se sentían solos dentro de su tumba. Tenía que averiguar que eran, tenía que descubrir que tan peligrosos eran, aunque algo dentro de ella le decía que mucho, además de que el árbol seguía agitándose, gritándole en silencio para que se fuera.
Aziza extendió un brazo de mala gana e intentó hacer contacto con sus mentes, y las encontró a regañadientes. Sus mentes eran como ecos, como habitaciones encantadas de las que había huido todo rastro de vida, de calor, de alegría. El roce de sus pensamientos era un ligero revoloteo, un contacto frio y plateado como las lapidas de un cementerio, pero que a la vez tenían destellos de dulces de colores, de remolinos espesos de sangre y la visión de miles de rostros, hermosos, puros e inocentes, convertidos en esencia; el recuerdo de las miles de víctimas, y el rostro más reciente, el más inocente, el más hermoso y el que flotaba más cerca era el del pequeño Bástian.
—Morir es fácil… y no duele— susurraron.
Los gemelos se llevaron la mente de Aziza a la tumba con ellos, y ella contempló la oscuridad más oscura que una noche sin estrellas, más oscura que la oscuridad que iba subiendo poco a poco detrás de sus parpados cerrados cuando estaba a punto de amanecer. Y lo que era aún peor que otra cosa en el mundo; los gemelos volvían a estar hambrientos…
— ¿Qué coño estás haciendo, Aziza?
Unas manos se posaron sobre ella, unas manos pequeñas, suaves e innegablemente reales.
Aziza se volvió hacia la persona que le había hablado, y se vio de nuevo en el claro, parada junto al roble, cuyas ramas estaban quietas y vacías; y frente a ella, con una ceja alzada y expresión de burla estaba ella: Sashá.
—No duele.
— ¿de qué hablas? — inquirió la muchacha con la furia brillando en sus ojos claros.
—Morir es fácil y no duele.
—Estas como una cabra.
Aziza se entristeció un poco al ver a Sashá, como siempre le ocurría cuando estaba cerca de ella. Sashá era la clásica chica hermosa, patéticamente popular y siempre feliz de la escuela. La que tenía una cabellera resplandeciente, roja como la sangre, y los ojos más azules que alguna playa olvidada en el Caribe; la que tenía un padre siempre ocupado en asuntos de negocios, una madre siempre obsesionada con gimnasios y dietas, la que tenía una enorme casa, elegante y enorme pero vacía, la que siempre había despreciado a Aziza, acosándola con sus amigas, molestándola en cada oportunidad que tenía, si bien escondiendo sus pertenencias, robándole la ropa de los vestuarios, lapidándola con piñas y guijarros durante los descansos entre clases, y lo que más le molestaba es que a Aziza no parecía importarle, y de hecho parecía ni siquiera darse cuenta de que era despreciada. Más bien no le interesaba; lo que para Sashá representaba la felicidad en forma de hermosura banal, dinero y posesiones valiosas que la llenaban con miles de admiradores, a Aziza le parecía un terrible complejo de inferioridad, algo carente de sentido común, y quizá era por eso que Sashá la odiaba tanto.
—Tienes que irte de aquí— dijo la chica de pelo negro, con expresión cansada al ver como las siluetas de los gemelos comenzaban a definirse detrás de Sashá.
— ¿Estás loca? Quiero saber con quién hablabas— retó la pelirroja, con los labios apretados frente al pálido rostro de Aziza.
—No es seguro, tenemos que irnos— dijo la morena e intentó esquivar a la pelirroja, quien la tomó de los hombros y la arrojó contra el tronco del árbol, furiosa. Había seguido a Aziza desde que la había visto en el parque de Pargeu, con el único propósito de hacerle daño de verdad, para ver si de una vez por toda podía lograr que pusiera los pies sobre la tierra al darse cuenta de su inferior posición en la vida, y con suerte podría terminar ahogada en el lago, o achicharrada en alguna de las conexiones de la central eléctrica.
—Eres una maldita loca, un fenómeno patético— la atacó, pero Aziza solo podía ver con el terror inundando sus facciones, como los gemelos se colocaban a cada lado de la pelirroja…
Continuará…