CHÂTEAU

CHÂTEAU de Ignacio Pelozo

I

La luz de la lámpara de pie dejaba un rincón de la habitación gobernada por la penumbra. El impoluto orden, como catarsis a un ataque de nervios, parecía salido de una revista de decoración. Y allí, donde la oscuridad iba devorando con parsimonia el ambiente, el enorme cristal de la ventana actuaba como un espejo perdido, retratando con vaguedad el rostro del solitario joven apenas iluminado por el brillo del monitor.

—1995. Querido Santa: Es la primera vez que te voy a pedir algo. Es fácil. Quiero que hagas que Tom deje de ser mi hermano para gustarle. Gracias. Podía recordarse a sí mismo escribiendo la carta a escondidas debajo de la mesa del comedor con los ojos puestos en el pequeño hueco que dejaba el mantel navideño frente a la incapacidad de tocar el suelo. Seguía los pasos de su madre para asegurarse de que nadie descubriese su secreto, ni violase su requerimiento… —leyó por lo bajo.

Últimamente, con tanto tiempo libre y a solas, había encontrado su perdición: la ficción. Ese sádico arte que puede ser tan verosímil como para jugar con los sentimientos del lector y, al mismo tiempo, tan sofisticado como para sembrar una cuota de duda y esperanza ante la empatía provocada por la acción narrativa.

No obstante, Bill sabía que todas historias que deambulaban por la web poseían una diferencia radical en comparación con su vida: Tom no lo había escogido a él. Y, quizá, jamás lo haría.

El celular se encendió anunciando un mensaje nuevo:

«Estoy llegando. Disculpa la demora».

Dejó ir un suspiro y, moviendo ligeramente la laptop para alcanzarlo, tomó el último cigarrillo del paquete. Si aún lo conocía tan bien como se jactaba sabría que debía traerle más para el desvelo propio de la madrugada.

Tras encenderlo, exhaló la primera calada intentando hallarse a sí mismo en el reflejo de la ventana. Sin embargo, resultaba tan difícil encontrarse durante los últimos meses. Indudablemente, una parte de él estaba ausente y solo podía completarse en las pocas horas cuando Tom estaba cerca. Cerca y solo. Solo, sin ella.

Extenuado predijo las excusas que comenzaría a oír en los próximos minutos y se quitó los zapatos con la mano libre de tabaco. Buscó con la vista un cenicero para depositar el pitillo y se acercó a su mesa de noche arrastrando los pies. A pesar de todo, el portarretratos seguía allí enmarcando el recuerdo de un amor que parecía estar apagándose. Tom sonreía con la honestidad que hoy el temor y la adultez le arrebataban del rostro. Y Bill, como desde el inicio del tiempo, se inclinaba sin sutileza sobre su hombro.

Una ceniza se arrojó al vacío para llamar su atención y se dejó morir hecha polvo sobre el anotador abierto donde había pasado los últimos fines de semana escribiendo las canciones para el nuevo disco.

«I don’t know where you go, hard for you to share your home».

«But you and I, we know that soon the night will show a gloomy light thats underneath».

El vehículo, cuyas luces parpadearon dentro de la habitación, se estacionó sin prisa en el garaje. Bill cerró el cuaderno y acarició las letras brillantes de la tapa que ilustraban su nombre. Regresó hacia la silla del escritorio y comenzó a desvestirse.

Cuatro metros hacia abajo, Tom deslizó la llave a través de la cerradura. Sus manos temblaron más por la culpa que por el deseo. Una parte de su corazón se sintió agradecido de poder ingresar, ya que eso significaba que su hermano no había vuelto a cambiar la seguridad del acceso.

El perro corrió a recibirlo y emitió un pequeño ladrido de satisfacción mientras olfateaba los rastros del aroma de su antiguo compañero canino sobre los pantalones del humano.

Los ojos de Tom se pasearon por la sala de estar, que se sintió doblemente fría en la mitad del invierno germánico.

Encendió las luces y depositó las llaves sobre un mueble de madera antigua que Bill había comprado online en un arrebato solo porque él había dicho que se veía bonito.

Dando pasos largos, corrió escaleras arriba y, antes de llegar al último escalón, pudo anticipar los besos

silenciosos, las caricias melancólicas y el vacío posterior.

¿Podría desprenderse de ello? ¿Por qué necesitaba, aún, tanto a Bill?

—Aquí estoy —musitó justo antes de que el gemelo menor se voltease con una de esas sonrisas gigantes como las que ya no obsequiaba a cámara.

—Viniste… —suspiró aliviado y su mirada opaca resplandeció de nuevo. Aquel brillo fue el primer fuego artificial aventurero que se atreve a romper el lúgubre manto de la noche vieja.

El tiempo perdió su dimensión lógica habitual cuando sus cuerpos corrieron a encontrarse. El comienzo de un beso anhelado, profundo, marcó la división entre el exterior, sórdido y prejuicioso; y, el interior, lleno de calor y secretos.

—Lamento… —intentó susurrar Tom en medio de un beso.

—No, no digas nada —interrumpió el rubio acariciándole las mejillas y su barba recién cortada—. Por favor, finjamos que esto es para siempre.

El silencio, que había ocupado los espacios ausentes, se vio interrumpido ocasionalmente por la melodía de dos labios que no podían despegarse. Sus manos, actrices expertas, no pudieron disimular el éxtasis del reencuentro.

Los dedos de Tom se pasearon por la espalda desnuda de Bill como si quisieran despegarse de sus propias huellas y atesorar esas caricias eternamente. Las manos de Bill, por su parte, se trasladaron hacia puntos estratégicos.

Una de ellas lo rodeó con ahínco metaforizando un vehemente «te tengo». La otra, ágil y traviesa, cruzó la frontera del borde de sus pantalones para escabullirse hacia su entrepierna y esperó, orgullosa e impaciente, que el fuego de Tom ardiera y creciera para probarle cuánto lo extrañaba.

Ambos pactaron, sin mediar palabra, que lo mejor era ignorar los vestigios del perfume femenino que brotó de la ropa de Tom cuando cayó al suelo. El solitario gemelo ya se había acostumbrado a que la fragancia de Heidi merodease aun cuando ella no estaba presente. Y es que, a pesar de su existencia, cada fin de semana un reloj de arena inconsciente se volteaba en algún lugar del mundo para recordarles que era su momento y que cada segundo compartido podría (o no) repetirse.

—Dimelo —susurró Bill casi en una súplica cuando Tom lo empujó sobre la cama.

Él buscó sus ojos y la presión cotidiana de su pecho se liberó para darle paso al sentimiento más grande y sincero.

Aquel que durante años intentó disimular, esconder y enterrar. Tom emitió una sonrisa y, deslizándose hasta quedar ligeramente sobre su cuerpo, dijo—: Te amo, estúpido.

Una vez más, y como cada fin de semana del último año, los besos abrazaron a las lágrimas, el reproche se venció ante las palabras de amor y los celos —enmascarados a menudo de ira y despecho— aprovecharon para marcar territorio en la totalidad de la piel del infiel.

La lámpara ubicada en uno de los extremos del espejo, que ocupaba la mitad de una de las paredes de la habitación, iluminó cómplice toda la escena. Ambos buscaron encontrar sus siluetas enredadas en el erótico reflejo de dos cuerpos danzando sin descanso.

La dificultad de identificarse a sí mismos con la imagen devuelta desapareció en aquel instante. El rompecabezas estaba entero durante el acto que simbolizaba la unión más completa.

El ego de Bill apareció en el clímax cuando recordó que solamente él podía llevar cada partícula de Tom en su interior por horas sin riesgo, ni desdén alguno. Así como llegó, se fue satisfecho cuando terminó en los labios del amante que, sin dudarlo, se lo tragó en menos de un pestañeo.

Estaban, metafóricamente, uno dentro del otro.

.

II

—No es necesario que te vayas.

—Lo siento, lo siento, sabes que debo…

Bill contempló la espalda desnuda del hombre sentado al pie de la cama justo antes de que se perdiera debajo de la ropa recién puesta.

—Por favor, quédate —suplicó— solo hoy…

Tom se giró con suavidad y extendió su brazo para acariciar la pierna que yacía debajo de las sábanas.

El corazón le gritaba dentro del cuerpo y se manifestaba a través de sus ojos cristalizados por la pena.

—Ella ya lo sabe, ¿qué más da? —insistió inclinándose para atrapar aquella mano que le recordaba los diez minutos de diferencia al nacer.

No dijo nada. Solo inclinó su cabeza hacia un lado y parte de su pelinegra melena se deslizó por la gravedad.

Mientras se puso de pie, emitió un suspiro seguido una disculpa y recogió del suelo su teléfono móvil. Se acercó a la cama y revolvió el desorden de cabellos rubios que había alborotado minutos atrás.

—Ella ya lo sabe, ¿qué más da? —citó Tom, sacó de su bolsillo una cajetilla de cigarros sin abrir y la dejó sobre la almohada—. Esto es como la época de Ría, ¿está bien?

—No, Tom —respondió Bill tomando distancia—. Eso fue un circo. Esto es una puesta en escena tan bien montada que el actor detrás de tu personaje ya ni siquiera duerme aquí. El circo divierte, el drama duele.

Ninguna palabra sería suficiente para objetar aquella afirmación. Solo un beso de despedida y una caricia fugaz, que se esfumaron cuando el visitante se fundió con la oscuridad que esperaba en el corredor del otro lado de la puerta.

Solo, una vez más, esperó a oír los sonidos de la huida: los pasos en las escaleras —más torpes y apresurados que al llegar—, el saludo al cachorro, las llaves en la puerta, el coche en el garaje y el motor perdiéndose calle abajo.

El silencio regresó a su trono y la musa del dolor lo sedujo desde las páginas en blanco de su cuaderno. Su único escape después del goce pecador eran las letras, aún sin melodía, que la tinta y el papel tomaban en bruto de su desesperanzado corazón.

.

III

Tom parpadeó reiteradas veces cuando un rayo de sol ardió en su rostro. Ella, afortunadamente, aún dormía. Se giró con desgano hacia la mesa de noche y, con un dejo de temor, tomó su teléfono celular.

Entre unos cuantos correos electrónicos y notificaciones de Instagram había cinco mensajes de su hermano.

Rápidamente, se acomodó boca arriba y abrió el chat. Cuatro imágenes y un mensaje escrito. Pulsó la primera foto, reconoció la grafía de Bill y le dio zoom para leer aquellos versos:

So we got a day at the weekend

Glad that you came by

What you told make no sense

But we feel alive

In the room getting undressed

Just to make you smile

A little dance, a little romance

Running out of time

I know they’re gonna talk

I know they’re gonna watch

Baby, I don’t mind

As long as you like it

Baby, no, I don’t mind

If you wanna dance with me tonight

People going to talk

Let them talk, let them talk, let them talk

People wanna watch

Let them touch, let them see and feel what love is

Tom tuvo que sentarse en la cama, inhalar con profundidad y dejar caer su espalda sobre el respaldo antes de continuar.

We got a night at the weekend

Just the way we like

They say that we’re different

But we’re so alive

Spinning my head round and round, round and round

And we’re not coming down, not coming down from my cloud

I know they’re gonna talk

I know they’re gonna watch

Baby, I don’t mind

As long as you like it

Baby, I don’t mind

If you wanna dance with me tonight

People going to talk

Let them talk, let them talk, let them talk

People wanna watch

Let them touch, let them see and feel what love is

And now, finally it happened

It’s me, so baby, don’t you cry

I don’t mind

No, I don’t mind, baby

I don’t mind […]

Depositó su mirada sobre la mujer que dormía profundamente a su lado y negó con la cabeza. Antes de regresar su concentración al chat, descubrió a su perro durmiendo sobre sus zapatos.

—Huelen a casa —pensó melancólico.

Releyó cada verso pudiendo encontrar fragmentos de la noche anterior ocultos entre cada una de las letras que componían la nueva canción y sonrió cuando descubrió el mensaje escrito: «Je t’aime» seguido de un corazón negro.

Tom sonrió y tecleó rápidamente:

«Chateau. No estás solo en casa, simplemente eres una princesa esperando el momento adecuado. Quizá cuando nuestros fines de semana se acaben, podamos bailar para siempre».

Luego de enviarlo Tom lo supo. Cuando esa canción sonase en vivo, escondería el recuerdo de todas aquellas noches vividas en silencio. Aquellos románticos y tristes encuentros, pero suyos.

El móvil vibró en su mano:

«Ojalá, mi amor.»

.

IV

Heidi despertó cerca al mediodía sola, sin siquiera una nota. No necesitaba aclaraciones, pues le bastaban algunos clics para comprobarlo.

Esa mañana, Bill subió una historia a su Instagram paseando los perros junto a Tom. En el rostro del rubio, brillaba una expresión de victoria.

Ella lo confirmó y con una media sonrisa suspiró.

Tom, tal vez, nunca sería suyo. Podría tener un anillo en su anular, dormir y despertar a su lado, pero su afecto y su deseo estarían siempre en un simbólico castillo cerrado y exclusivo para Bill.

—¿Qué más da? —musitó antes de responder la historia con un corazón

F I N

Gracias por leer.

Publico con autorización del autor

2 Comments

  1. 😢😭😭😭
    Hermoso, triste pero hermoso!! ❤

  2. OMG … !!!! es verdad … es muy triste ….. y tambien hermoso …. porque tiene que ser así ? tengo la secreta esperanza de que algun dia todo salga a la luz y ellos puedan disfrutar de su amor para siempre. Gracias Ignacio por este bellisimo one shot. Felicitaciones. Sabes que amo cada una de tus historias. Un abrazo grande.

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