The broken ones

«The broken ones»

Fic de Ignacio Pelozo

I.

Las arqueadas pestañas del psicoanalista se batieron detrás de los cristales. El marco de sus gafas simuló una barrera entre sus cavilaciones y el fluir de conciencia del paciente.

Tom dejó reposar su cabeza sobre el respaldo del diván e inhaló profundo. Antes de comenzar el diálogo, pensó en cuánto extrañaba la sutileza de Ruth, su terapeuta anterior.

Sin embargo, era capaz de reconocer que ella no había podido lidiar con sus miedos, ni ayudarlo a mirar con otros ojos el espacio vacío que había dejado aquel alumno dentro de su corazón.

Quiso mirarlo de reojo en búsqueda de alguna pregunta disparadora, pero la verbalización deseada nunca irrumpió en el silencio.

El psicoanalista cruzó sus piernas y el trazo ahogado de su lapicera recorriendo el anotador empujó al paciente hacia lo inevitable.

—Estuve pensando… —comenzó Tom y rascó su barba para liberar la tensión— que no fue a Bill a quien vi en el centro comercial. Mi cabeza solo dibujó lo que yo quería, lo que quiero, ver.

Miró el techo buscando figuras reconocibles hechas a base de madera y barniz.

—Así que… —continuó inseguro— he tratado de pasar más tiempo con los niños, ya que ellos son mi presente. No tiene caso nadar de manera permanente en las aguas del pasado.

Negación.

—Porque, si lo analizo mejor, ¿qué caso tiene? —cuestionó el pelinegro. Supo, de inmediato, que no obtendría una respuesta externa. La estrategia del nuevo especialista radicaba en dejarlo «decir» hasta contradecirse a sí mismo casi en un monólogo tragicómico.

Un suspiro bailoteó en el cálido ambiente del consultorio.

—No tiene caso —retomó un Tom triste y cansado. La parsimonia de su voz habitaba muy próxima a la desesperanza—. No puedo adivinar el futuro. Solo situarme en dos posibles escenarios: encontrarlo y que aún quiera estar conmigo. O, no. Debe ser agotador escucharme decir siempre lo mismo, lo siento.

El psicoanalista supo de inmediato que aún no estaba listo para dibujar aquella posibilidad. No volver a verlo era casi tan devastador como que, de lograrlo, le negase su cariño.

Especulación negativa.

—¿Cómo describirías esas aguas? —dijo de repente, con su alemán marcado con un acento argentino imborrable, recuperando aquella metáfora para desmembrarla y dotarla de sentido.

—¿Confusas? —murmuró. Sus ojos descendieron hasta tropezarse con la biblioteca y, por un efímero instante, descubrió que el otro también había leído «Criminal», preguntándose si, acaso, ese texto era el origen de la película furor del momento. Quizá, se lo preguntaría más tarde. Finalizada la divagación añadió—: Sí, confusas y movedizas. Siento que por querer huir de él… comencé nadando contra la corriente y he llegado a una profundidad de la que no sé cómo salir. A veces, me veo buscando entre lo turbio la presencia de alguien que quedó en alguna orilla perdida. A mi alrededor, el horizonte. Y atrapado en la contradicción de querer hundirme del agotamiento… o salir, para disfrutar de quiénes me llaman desde la arena.

—¿El cansancio se siente tan abrumador como para desmoronarse?

Los dedos de Tom juguetearon con un hilo suelto de su camiseta. Cerró los ojos rezando por no encontrarse, otra vez, con aquel adolescente fantasma.

—A veces… —musitó angustiado—. A veces, sí. No puedo lidiar con esto. No quiero, pero soy esclavo de la incertidumbre.

—Esclavo —reafirmó el terapeuta—, creo que has elegido una definición correcta, pues el «no saber» es lo que, no solo te paraliza, sino que te inhabilita de poder disfrutar del resto de tus relaciones. Mira, es inherente al ser humano estar esperando algo. Usualmente, lo asociamos a la concreción de algún sueño o deseo. El conflicto aparece cuando depositamos tantas expectativas que olvidamos lo que ocurre en el proceso. El error más común, de hecho, es presionarnos al extremo por alcanzarlas. ¿No sientes que el temor ante lo que puede pasar te está empujando hacia el lado opuesto a lo que realmente quieres hacer que, en este caso, es encontrarlo? Creo que una persona adulta con las condiciones que tú gozas podría hallar a otro. Han pasado cuatro años y las opciones pueden ser muchas. Entonces, ¿qué te detiene? ¿A qué le temes verdaderamente? ¿Al vacío, al rechazo o al olvido?

Tom frunció el ceño y, por primera vez, rompió el ambiente psicoanalítico y conectó su mirada furiosa con la del especialista, quien sonrió satisfecho.

—Es todo por hoy —concluyó.

Una estructura se había movilizado dentro de su psiquis. Dependía de Tom abrazar sus inseguridades y seguir hacia adelante o continuar el lento —pero progresivo— abandono de su autoconfianza y su fe.

.

II.

La depresión es una máscara de teatro clásico. Su portador puede aparentar estar calmo y feliz o exhibirse sin vergüenza empantanado en el dolor y la desidia.

Nunca había visto a una persona abandonarse hasta aquel punto. Él, sin lugar a dudas, vestía una máscara tan deteriorada como su actor.

—Hola, Iggy.

—Buenas tardes, Bill —dijo en mitad de un apretón de manos—. ¿Cómo estás?

—¿Cómo crees?

—No lo sé, dímelo tú mismo —picó el psicoanalista.

El delgado pelinegro se dejó caer sobre el diván y alzó los hombros con resignación.

—¿Cuándo puedo volver a mi casa? —reclamó irritado—. ¿Sabes lo que debe ser la editorial sin mí? Apuesto a que la revista ha caído bajo por no tener de mi criterio estético.

El terapeuta observó con atención los vendajes que abrazaban las esqueléticas muñecas del paciente y las clavículas más pronunciadas que la sesión anterior.

—¿Qué planeas hacer cuando regreses? —preguntó encontrándose con la mirada del olvidado director de Billy Future, tan juzgado ya por su salud mental.

—Enfocarme en lo que sé hacer para olvidar… —dijo y el almendrado color de sus ojos se desvaneció en medio del gris de su desvariada tristeza—. Encerrado aquí lo único que hago es pensar en él. No tengo tiempo para duelos.

Negación y especulación.

—¿Algún día planeas decirme cuál era su nombre?

Bill se puso de pie y avanzó arrastrando los pies hacia la ventana. Un centenar de copos blancos nacieron desde un punto alto e invisible y se desmayaron en el suelo integrándose al manto helado preexistente.

—¿Puedo fumar aquí? —murmuró señalando la cajetilla de cigarrillos que yacía sobre el escritorio del profesional.

Iggy negó con la cabeza desde la silla de madera oscura situada en la mitad del cuarto. El paciente regresó al diván y se desplomó con resignación.

El mutismo tironeó la transferencia y, después de reiterados suspiros inseguros, se atrevió a decirlo—: Tom.

El psicoanalista asintió. Bill acababa de abrir, por primera vez, una de las puertas más pesadas de su inconsciente.

—Mierda, mierda, mierda… —refunfuñó con el rostro entre sus manos y rasguñó el contorno de sus mejillas con ahínco.

—¿Qué piensas en este momento? —se atrevió a indagar el analista sudamericano.

—Daría mi vida por volverlo a ver —lloriqueó con un dejo de desesperación—, aunque sea un instante. Uno solo.

La incomodidad atravesó la atmósfera y envolvió el consultorio. Las esqueléticas piernas del paciente se agitaron y sus ojos siguieron el compás nervioso de sus pies.

—Todo esto es absurdo —resopló impaciente—. ¿Acaso estoy esperando a Godot?

—¿Piensas que esperas a alguien que no vendrá? —reformuló Iggy y aguardó que la respuesta de Bill lo acercara un poco más hacia la aceptación de la pérdida.

—Sin dudas.

.

III.

—La clase está inquieta. El laboratorio está envuelto de cuchicheos. Andreas, uno de los alumnos más carismáticos, le susurra algo a una adolescente rubia. Ella se sonroja y ríe ocultando su evidente rubor detrás de sus dedos. Estoy de pie frente a todos esperando que hagan silencio —leyó Tom en voz alta. El anotador tembló entre sus dedos y sus ojos se encadenaron a las líneas de su recuerdo onírico—. Detrás de una ventana, veo a Jost. Siento que me vigila, pues en su mirada hay un brillo de advertencia y un dejo de hostilidad. Busco a Bill entre los rostros juveniles, pero no lo encuentro. Pienso, creo, unos breves minutos qué hacer y, sin perder la compostura, tomo el registro de asistencia que está sobre mi bolso. El terror empieza a fluir por mis venas al descubrir que su apellido no está entre el alumnado.

El psicoanalista asintió para sí mismo y anotó un par de palabras sueltas: culpa, repetición, ansiedad.

—Siento que me observan y levanto la cabeza. El silencio es sepulcral y aplastante. El laboratorio está vacío y la ventana también. Estoy solo. Me pregunto sorprendido dónde han ido todos y qué está pasando, pero nadie responde —continuó la narración. De pronto, como quien es capaz de predecir la fatalidad, su voz se rasgó emergiendo débil y vibrante—. Solo él. Se ve radiante como siempre. Siento el deseo de correr y atraparlo entre mis brazos, pero algo supremo me lo impide. Solo lo contemplo en la efímera separación de nuestros cuerpos. Nos miramos. Le sonrío, pero como respuesta un reproche se disfraza de suspiro. «¿Por qué me abandonaste, Tom?», me dice avanzando con lentitud hacia mí. Estoy feliz y asustado simultáneamente. Las excusas navegan mudas dentro de mi cabeza, pero estoy inhabilitado para emitir palabras. En menos de un parpadeo, el Pequeño rodea mi cuello y deposita un beso en mis labios. Un beso relleno de melancolía. Rodeo su espalda con ahínco, pero la presencia de un líquido extraño me exige tomar un poco de distancia. Cojo su rostro entre mis manos y su belleza angelical está rota. De su boca brotan hilos de sangre oscura y por sus mejillas unas cuantas lágrimas corren una maratón. «¿Por qué me abandonaste, Tom?», repite un poco enojado. El dolor lo doblega y se desangra frente a mis ojos. No sé qué hacer. Solo corro en búsqueda de ayuda, pero él desaparece. La confusión es tan grande que siento que me marea. Antes de despertar, escucho voces. Un millón de voces superpuestas me insultan y me juzgan a gusto porque saben, sé que saben, que nadie más puede oírlas —terminó y cerró el anotador delante de sus narices—. Es el sueño más repetitivo que encuentro por las noches.

—¿Notas cuál es el terror? —cuestionó Iggy extendiéndole una taza de café, cuya espuma uniforme no podía predecir nada. Tom depositó el cuaderno sobre sus piernas antes de aceptar la infusión y, sin siquiera poder responder, el hombre reformuló—: En tu sueño, ¿qué te genera más angustia: la incertidumbre de no saber dónde está o la aparición espeluznante?

—La incertidumbre —aceptó—. Soñé otra vez esto luego de nuestra última sesión. Por ello, lo he traído. Tal vez, tengas razón.

—No se trata de que yo tenga o no razón —rebatió el psicoanalista—, sino de que tú puedas aceptar que fallaste al huir, pero que puedes intentar remediarlo…

—Sin anticipar, ni temer a los resultados —completó Tom después de un profundo sorbo a su bebida caliente.

Iggy asintió.

Sin lugar a dudas, Tom sería un gran paciente.

.

IV.

El argentino inhaló con profundidad y Bill asintió cerrando los ojos. Después de arduos meses, decidió que lo mejor era confiar en Iggy e intentar enfrentar sus demonios.

—Intenta recrear con los sentidos, ¿bien? —dijo el especialista por lo bajo—. Deja que la vista, el olfato, el tacto y el oído sean equipo con tu memoria.

La luna colgaba redonda y luminosa desde el centro del manto nocturno. Las estrellas, a su alrededor, centellaban de vez en cuando. No obstante, en la configuración de sus recuerdos, Bill no sabía precisar cuál era el clima de la trágica noche, qué rasgos físicos presentaba el vagabundo, ni de qué dirección había llegado.

Dentro de su cabeza las imágenes se veían difusas y, a pesar de que cerrase los ojos con fuerza o intentara abstraerse, el dolor le impedía llegar a lo más profundo del trauma.

Las voces, los gritos y el disparo se superponían cada vez que intentaba ordenar los hechos:

Disculpe. ¿Necesita algo?

Dame todo el dinero que tengas.

Dame tu reloj. No te hagas el idiota y dame la joya.

¡Que me la des!

¡No! ¡Llévese todo pero esto no!

¡Que me la des!

El pendiente aún colgaba de su cuello como la mitad incompleta, la porción viva y vacía. Si la miraba demasiado casi podía observar cómo había sucedido el fatídico descenlace: el revólver empuñado por el hombre directamente a su pecho. Tom, en un acto heroico e instantáneo, protegiéndolo con su propio cuerpo y el sonido mortal. Su llanto, el miedo y la desgracia echando raíces.

—Si su decisión fue salvarme la vida —formuló el paciente por lo bajo— ¿por qué me estoy dejando ir?

—Encontraremos la respuesta juntos —respondió con un tono tranquilizador.

Bill asintió y, por primera vez, aceptó los pañuelos de papel. Esa tarde se permitió llorar como un cachorro abandonado a un lado de la carretera, un diminuto ser que sabe que sus dueños no regresarán.

.

V.

La agenda abierta sobre el escritorio le recordaba su próximo paciente.

Tom. 16:45 hs.

Contempló el cigarrillo que se consumía solo apoyado sobre el viejo cenicero de cerámica y pensó que, quizá, aquello era una fiel representación de lo que a diario observaba entre las cuatro paredes del consultorio. Individuos a los que la angustia les consumía el espíritu y a los que él debía conducir hacia el fuego, el impulso vital, la realización del deseo.

Habían pasado diez meses desde que había aceptado el caso del director de Billy Future. Y, definitivamente, el progreso era evidente.

—Vaya, es la primera vez que hablé de Tom sin quebrarme —dijo Bill entre la sorpresa y la melancolía mientras abandonaba el diván—. Supongo que eso es bueno.

Una sonrisa leve atravesó el rostro de Iggy.

—Te veo el próximo miércoles al horario de siempre, Bill. No olvides acercarte a recepción ahora para aclarar que retomarás tu día habitual —aseveró el psicoanalista y, mientras lo guiaba hacia la puerta, agregó—: y me interesa leer la primera nota de la revista que tienes planeada para tu regreso. Siéntete libre de traerla a la sesión.

El joven asintió y cruzó el umbral soltando palabras de agradecimiento.

Recorrió los pasillos del edificio sintiéndose, por primera vez, menos abatido.

Al llegar a la recepción, caminó hasta el corazón de la sala y se situó detrás de una anciana impaciente por ser atendida.

—Hola, tengo una consulta con el licenciado Palazzo —dijo el hombre que estaba primero en la fila—. Sí, soy Thomas.

Bill parpadeó perplejo. Intentó salirse de la fila para observar al dueño de aquella voz, pero la abuela inquieta le chistó para que no abandone su lugar.

El misterioso sujeto deslizó veinte euros a través de la ventanilla y saludó con amabilidad a la secretaria. Caminó en dirección opuesta hacia él y tomó el pasillo que conducía a los consultorios.

Bill esperó verlo a través de los cristales del corredor.

Ignorando la mirada que lo seguía a la distancia, Tom cogió su teléfono móvil cuando vibró en el bolsillo interno de su chaqueta y se detuvo para atender el llamado.

—¿Qué pasa? No puedo hablar ahora —murmuró con prisa—. Bien, sí, esa es la nueva fragancia… pero eso es de farmacéutica, no de marketing… No, lo siento, mañana debo llevar a Ritter al pediatra, el viernes sí… perfecto.

—No puede ser —rió Bill mientras avanzaba algunos pasos para ser atendido y decidía ignorar a aquel hombre—. Estoy enloqueciendo.

El destino puede jugar con sus títeres como le apetezca, adoptar distintas formas y armar diversas historias. Solo él decide qué piezas van juntas y qué narraciones merecen ser contadas

F I N

Gracias por leer.

Publico con autorización del autor

1 Comment

  1. Que fue lo que pasó para que terminaran separados??? 😥🥶🥶
    Debo leer Billy Future 😶
    Este capítulo está triste 😥
    Gracias!!!

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.