One-Shot de Haruxita
«Reyes»
La resaca aún se enseñoreaba en su cabeza, pero no se arrepentía en lo más mínimo. Había sido una de las juergas más memorables de su vida y si como penitencia debía aguantar a un gnomo tocando los timbales en su caja craneana lo haría gustoso.
Bueno, quizá no tan gustoso…
Salió de la cama con cuidado de no despertar a su acompañante y se metió raudamente al baño. Luego de desahogar la vejiga registró cada cajón en busca de aspirinas o algún otro analgésico.
De vuelta en el dormitorio se rascó la entrepierna y con un desvaído bostezo se metió a la cama, pero algo le faltaba…
Su pareja había acabado con una borrachera peor que la suya, tanto que se entercó y sólo salió del ascensor cuando él accedió a cargarlo en sus brazos hasta la cama. Estimaba que estaría fuera de combate por lo menos hasta las cinco de la tarde.
Se vistió de prisa, preocupado porque hubiera tenido uno de sus episodios de sonambulismo y acabara cogiendo la calle. No sería inusual que aquello sucediera, pero en las otras ocasiones al menos llevaba puesto su pijama, esa noche vestía únicamente la esclava que le había comprado por reyes (y que le tuvo que entregar la noche de navidad para calmar su puchero de niño mimado).
Afortunadamente su búsqueda fue bastante corta. El haz de luz proveniente de la cocina lo guio hasta su objetivo.
Se acercó con cautela, mientras no estuviera seguro de que se encontraba completamente despierto no podía efectuar movimientos brucos ni nada que lo pusiera en riesgo.
Él estaba inclinado con medio cuerpo dentro de la nevera. Regalándole una gran vista de su redondo y perfecto trasero. Rogó porque se encontrara despierto y de humor, se le antojó un segundo round antes de regresar a dormir.
—¿Bibi? — Preguntó a media voz, con algo de temor. Por la forma en que el chico se movió al ser sorprendido pudo respirar con tranquilidad. — ¿Qué haces, amor?
El chico se volteó, con los dedos y la punta de la nariz embarrados de nata, como tenía la boca llena se limitó a sonreír con encanto. No era la primera vez que pillaba a su amado goloso con las manos en la masa. Ni sería la última que él zanjaría el asunto con un inocente «tenía hambre, Tomi».
&&&
Ellos se conocieron tres años atrás. Tom — a.k.a. «DJ Nick T.» — llevaba algún tiempo radicado en Madrid por motivos de trabajo. Bill, que se encontraba de intercambio, no hacía ni dos meses que se había bajado del avión.
Los había presentado Regina, una italiana muy mona que por ese entonces salía con uno de los roomates del más joven, un poco conmovida por ese chico tan guapo que se la pasaba encerrado estudiando. No que el alemán fuera poco sociable, o tan siquiera tímido, pero la implacable barrera del idioma coartaba sus intentos por entablar amistades.
Se cayeron mal de entrada. Tom era un sujeto dedicado por entero a su trabajo, a quien la personalidad un poco (o bastante) infantil de Bill lo sacaba de sus casillas con facilidad. Por su parte Bill no comprendía cómo alguien que vivía de fiesta, literalmente, podía ser tan amargado.
Pero las apariencias suelen ser engañosas y cuando la necesidad aprieta hasta el ser más inflexible aprende a ceder.
Casi sin proponérselo Bill se hizo asiduo a toda fiesta, evento y festival en que su compatriota se encontrara pinchando discos. Bailaba un rato, bebía otro tanto pero, inevitablemente, siempre terminaba acudiendo hasta su cabina. Disfrutaba incordiándolo, intercambiando las fundas de los vinilos cuando este no se percataba y distrayéndolo con tonterías.
Aunque al principio lo toleraba un poco a regañadientes, con el tiempo Tom acabó por acostumbrarse a la presencia constante del otro chico a su alrededor.
Ocurrió de forma tan gradual que ninguno de los dos se dio cuenta cómo ni cuándo dejaron de pelearse. Las preguntas cliché y las frases hechas dieron paso a un interés genuino por el otro. Bill le contaba de las dificultades que enfrentaba para comprender el idioma y adaptarse a la cultura hispana, mientras que Tom correspondía con anécdotas absurdas sobre sus primeros días en la península.
Sin planearlo se fueron convirtiendo en compañeros de aventuras, se juntaban en sus ratos libres para ir por una cerveza o explorar lugares que Tom conocía y que no figuraban en las guías para turistas. Con el invaluable agregado de que sólo ellos comprendían sus bromas y comentarios inapropiados.
&
Bill estaba a punto de terminar su Erasmus cuando se dio cuenta de que no deseaba regresar a casa, que había encontrado algo — mejor dicho, a alguien — demasiado valioso para dejarlo atrás.
Esa tarde iban a reunirse en el café de siempre y luego quizá ir al cine o lo que surgiera, pero estaba tan ansioso por verlo que no se aguantó las ganas y pasó a recogerlo a su piso.
No creyó que hubiera algún inconveniente, Tom siempre insistía en que él era bienvenido, aunque hasta ese momento nunca antes le había caído de sorpresa.
Era extraña esa toma de conciencia, no recordaba que enamorarse se sintiera de esa manera, con ganas de reír todo el tiempo y como si anduviera pisando nubecitas. Esperaba que Tom no se diera cuenta de esa sonrisa estúpida que aparecía de forma espontánea y no conseguía evitar. Si en algo lo conocía estaba seguro que el otro chico no se cortaría en usarlo para burlarse a su costa. ¡Ahh, cómo adoraba verlo reír! Mejor no pensaba en ello o terminaría más ruborizado de lo que ya estaba.
Al llegar a la puerta numerada con el 4B tocó el timbre y, para combatir la ansiedad, dio un par de rebotes. Rio para sus adentros, quizá Tom tuviera razón y en el fondo sí era un crío en un cuerpo demasiado crecido.
Cuando la puerta finalmente se abrió se quedó con el saludo a medias y su radiante sonrisa congelada en los labios.
Quien estaba en el umbral no era Tom, traía su camisa roja a cuadros e incluso olía un poco a él, pero tenía unos pechos demasiado grandes para ser Tom.
Recompuso su sonrisa — no la sonrisa de tonto enamorado que Tom le provocaba, sino su sonrisa de «todo está bien, sólo me estoy desmoronando por dentro».
Tom jamás había mencionado una novia, cierto que él tampoco le había preguntado pero, ¿no se supone que los amigos se cuentan ese tipo de cosas?
Tuvo una corta charla con ella en la que apenas alcanzó a registrar palabras como «Tom» y «ducha», sus sentidos puestos en escanear cada detalle posible, en una desesperada búsqueda por encontrar alguna prueba de que aquello era solo un mal entendido.
Pero cada detalle — el cabello revuelto, los labios encendidos, las marcas de chupetones en su hombro — sólo consiguió hundirlo aún más en su miseria.
El golpe de gracia se lo dio el collar.
¿Por qué, de todos los malditos collares de la tienda, él tuvo que regalarle precisamente ese?
No recordaba lo que le dijo a la chica antes de marcharse, tampoco cómo regresó a su piso, todo lo sucedido esa tarde era un gran manchón en su memoria. Sólo sabía que al llegar balbuceó a sus compañeros que no estaba para nadie y que acabó apagando el móvil a la quinta o sexta llamada de Tom.
&
Tom quería estrangular a Ría.
No, estrangularla era demasiado benévolo, la colgaría de las catenarias a primera hora de la mañana.
Salía del baño cuando le pareció oír la voz de Bill, tuvo un mal presentimiento de todo ello. Tanto, que corrió a la puerta sin pensar en que sólo traía una toalla envuelta alrededor de la cintura. Pero era demasiado tarde, el chico ya se había marchado y Ría tenía una expresión de triunfo que nunca le había visto.
No le importaba que la chica cogiera su ropa sin preguntar, es más, por él que conservara esa camisa, luego de aquello no pensaba volver a usarla.
Casi podría pasar por alto el que hubiera fisgoneado en su móvil y su morral.
Pero se había pasado tres pueblos al montar el numerito de novia celosa y pedirle explicaciones con respecto a Bill.
Él no era un hombre violento, pero a cada palabra de la chica su sangre bullía hasta que ya no se pudo contener más, la cogió de los hombros y la estampó contra la pared.
Recién en ese momento, a centímetros de su rostro, se hizo una idea más o menos acertada de que tan jodidas estaban las cosas.
Se cagó en la madre de Ría y en la suya propia. Recorrió el piso repitiendo scheiße, como una salmodia, hasta que la palabra perdió sentido.
Bill llevaba meses anhelando ese collar. El chico era tan transparente que, aunque nunca hubiera dicho ni media palabra, él podía leer claramente su ilusión en el brillo especial que adquirían sus ojitos almendrados ante la vidriera, y en ese suspiro que a sus oídos sonaba como un musical «algún día». Suspiro teñido de derrota cuando la semana anterior habían pasado nuevamente ante la joyería y vio que el collar ya no estaba en exhibición.
Tom estaba aguardando el momento perfecto para sorprenderlo, al final si lo había conseguido, pero no de la manera en que él planeaba.
Era fácil culpar a la chica, mal que mal era la responsable directa, se había tomado atribuciones que no le correspondían y un largo etcétera de oprobiosas afrentas. Pero no podía mentirse a sí mismo. Si aquello acabó sucediendo fue por su propia indecisión.
Le temía a Bill, mejor dicho, a los sentimientos que el chico despertaba en él. Y no se refería sólo al hecho que este le inspiraba los más afiebrados deseos.
El chico remecía su estructurado mundo y él no se sentía preparado para abrirle de par en par las puertas al caos. Por muy amoroso y sexy que este luciera.
Ese había sido su primer gran error, el segundo y más terrible si cabe, continuar frecuentando a Ría.
Él era un hombre de objetivos claros y dedicado por completo a su pasión por la música, por lo mismo su círculo era exiguo. En un medio tan frívolo como aquél en que se desenvolvía las amistades verdaderas eran algo muy difícil de encontrar y él no tenía ni paciencia ni voluntad para invertir en una relación.
Una de las primeras cosas que llamó su atención de la cultura española fue esa cosa rara llamada «follamigos». Una versión local de los «Friends with benefits» americanos, que de «friends» tenía bien poco. Aquello se ajustó como un guante a sus necesidades, puesto que se evitaba las complicaciones de ligar cada noche con alguien distinto (se había topado con cada loca) y no contaba con el inconveniente del compromiso que implicaba una relación formal. Era perfecto para él, sexo sin ataduras ni celos de por medio. Por ello, en su afán por no complicarse la vida, había escogido a María Teresa. O, como la chica insistía de forma majadera ser llamada; Ría.
La chica pasó a ser imprescindible cuando ese hermoso alborotador de nombre Bill Kaulitz hizo aparición. Tom nunca comprendió cómo fue que ese estrafalario chiquillo de leonino cabello, ruidoso, e inapropiado consiguió colarse tan profundamente en su vida. Bill encarnaba todo lo que él detestaba en una persona, era inmaduro, hablaba sin pensar y tenía más pluma que Boris Izaguirre.
Y le gustaba.
Más que eso, lo volvía loco, en todos los sentidos posibles.
Siempre estuvo consciente de que era insano usar a Ría para desfogar el deseo reprimido que sentía por Bill, pero no concibió otra forma de manejarlo.
Ahora debía hacer frente a las consecuencias de sus malas decisiones.
&
— Du arschloch heraus!*
Gritó, al escuchar golpes en su puerta. A sabiendas que sus compañeros — un irlandés y un argentino respectivamente — no comprenderían.
Por eso cuando recibió un — “Lange her, dass jemand mich angerufen «Arschloch» auf Deutsch”** — como respuesta, su corazón se saltó un latido.
Aunque la frase bien pudo venir en gaélico, fue la voz, esa voz familiar la que le apretó el pecho.
Esa tarde en el piso de su amigo creyó que nada podía lastimarlo más, estaba equivocado. Abrir esa puerta y fingir ante su adorado Tom que todo estaba bien, que había conocido a su «encantadora» novia y que tuvo que marcharse por sentirse repentinamente indispuesto, le llenó de hiel el corazón. Pero Tom nunca sabría, no tenía por qué enterarse. El partiría en un par de semanas y con suerte (buena o mala, aun no lo sabía) ellos nunca más se volverían a ver.
Mientras iba en el metro Tom ensayó mil disculpas y explicaciones para el chico, que fue descartando una a una. Cuando encaró a Seamus — el irlandés se puso borde y no quería dejarlo entrar — estaba en blanco. Sólo al ver la carita acongojada de Bill, quien desviaba la mirada y se deshacía en frases inconexas, lo supo con certeza.
Lo cogió de la cintura e hizo aquello que venía deseando durante meses pero le habían faltado cojones: lo besó.
Bill se zafó del agarre casi de inmediato. Debió esperar esa reacción, luego de las barbaridades que Ría le había dicho, pero no por ello dolió menos. Una duda lo atenazó. ¿Y si Bill no le correspondía?
No debió esperar mucho para disiparla…
Tom lo estaba besando. Y no era parte de uno de esos sueños lúcidos que tenía estando en clases. Se sentía tan a gusto que por treinta maravillosos segundos se creyó en el paraíso, hasta que recordó un pequeño y casi insignificante detalle: Tom tenía novia.
Lo apartó jadeando, confundido. ¿A qué demonios jugaba Tom? ¿Acaso se había dado cuenta de sus sentimientos y quería aprovechar de experimentar un poco? Pero Tom no era de esos, deseaba creer que no.
Si de algo sirvieron sus cavilaciones en el metro fue para darse cuenta de que ese mal entendido no había forma de resolverlo con simples palabras. Por lo que, antes de seguir enredando todo con una larga explicación, Tom sacó un estuche de su morral y lo puso en las manos del chico, que lo observó desconcertado.
Bill abrió la cajita de terciopelo, intrigado y molesto a partes iguales, cuando vio su contenido quiso gritar de rabia.
—¿Es una especie de broma cruel? ¿Acostumbras reciclar los regalos o es que las joyerías ahora tienen descuento de dos por uno?
Se pasó las manos por la cara, con nerviosismo. Sabía que no iba a ser sencillo enmendar la cagada que se había mandado Ría.
—Sólo lee la inscripción.
El chico obedeció, con el corazón latiendo desaforado. Su cabeza bombardeada por mil pensamientos, confundiéndolo aún más, si cabe. Cogió la mayor de las estrellitas doradas y miró al reverso, que en efecto tenía un mensaje grabado.
—«Para mi Bill — leyó, con voz temblorosa. —, espero que lo atesores tanto como…»
No pudo continuar leyendo porque se le quebró la voz. La fecha que acompañaba el mensaje en la joya era de hace diez días atrás.
—Pero, no comprendo. Tú tienes novia. — inquirió, negándose todavía a creer, era demasiado hermoso para ser cierto.
Tom se sentó en la cama del chico y palmeó el sitio a su lado. Había llegado el momento de confesar un par de cosas.
&&&
Levantó la cubierta y, valiéndose de una cuchara, esculcó por todo el relleno de nata (más bien lo que quedaba de ella) pero sólo encontró el haba.
Era inaudito, no podía haberse esfumado. El mismo lo había puesto bajo la rodaja de naranja, en donde luego hizo una diminuta incisión con forma de «B».
Su pareja lo abrazó por la espalda, repartiendo cariñosos besitos en su cuello.
—¿Es esto lo que buscas, amor?
En efecto, el anillo no se había esfumado, lucía en el dedo cordial de la estilizada mano que se agitaba ante él.
—¿Ya te levantaste? Pensé que dormirías un rato más. — dijo, dejando el roscón sobre la mesa del desayuno y girando dentro del abrazo.
—Nunca puedo dormir si no estás junto a mí en la cama. ¿Me quieres explicar por qué pusiste esto en el pastel? Casi me parte un diente.
El dj suspiró, su pareja no sólo había profanado el roscón de reyes y hurtado su regalo, sino que encima tenía el tupé de reclamarle por ello.
—Bibi, ¿Tienes idea la cantidad de tradiciones que arruinaste en las últimas dos semanas?
—Tenía hambre — dijo, encogiéndose de hombros, como si eso lo explicara todo. Para Tom lo hacía — y no desvíes el tema.
Tom sólo rodó los ojos ante la respuesta y besó sus labios, ese pucherito de enfado que conocía demasiado bien cómo para saber que su fin último era conseguir su capricho.
Le pasó el brazo por los hombros y lo condujo a la sala, necesitaban estar más cómodos para tener esa charla.
Intentó mantenerse serio, aun cuando Bill se sentó en su regazo y se dedicó a repartir besitos en su mejilla.
—¿Tomi, es muy tarde para pedir a los reyes que te afeites la barba? Me pincha.
—De eso precisamente debemos hablar.
—¿Te afeitarás? — había tanta esperanza en sus ojitos que casi lamentó decepcionarlo.
—Hablo de los reyes.
—Ohh. Si vas a venir con aquello de «los reyes son los padres»… te recuerdo que no soy un niño.
Tom sonrió para sí mismo. En ocasiones ponía aquello en duda, como la noche anterior, en que iban de camino a un bar y acabó siendo arrastrado a la cabalgata. Aun no decidía que fue más vergonzoso, si la forma en que las madres los observaban mientras su novio competía con los niños por coger más dulces o las caras de los sujetos en el bar, en donde Bill bebía alegremente mientras él, con paciencia infinita, quitaba uno a uno los caramelos que traía enredados en sus largas rastas.
—No amor. Por supuesto que no eres un niño.
Debió contar con el chico siempre se encargaba de descubrir sus sorpresas, su ensayado discurso ya no venía al caso y tocaba improvisar. Le cogió la mano y, besando el anillo, finalmente se atrevió a pedir lo que llevaba deseando por largo tiempo
—Bibi, esto no es un chisme como los salen en el bolicao. El muñequito que venía junto con el anillo significa que eres el rey durante todo el año, tú eres Mi Rey y quiero que estés a mi lado este año y todos los demás. ¿Te quieres casar conmigo?
Tom comenzó a preocuparse cuando el chico parpadeó repetidamente sin emitir el menor sonido, pese a abrir y cerrar la boca un par de veces.
—¿Por qué me lo preguntas? — dijo finalmente, enviando un cubetazo de agua fría a sus pretensiones — Quiero decir… sabes la respuesta, no era necesario toda esta complicada puesta en escena que mon…
Le hubiera dado una colleja. Pero entonces Bill hubiera continuado hablando, la forma más eficiente de callarlo que se le ocurrió fue con un beso. Que aquella también fuera la más placentera fue sólo coincidencia.
Jodido Bill arruina—tradiciones. Pero él ya debía saber que con su amado moreno nada nunca sería como lo dictaban las normas. Y para él estaba perfecto, porque con Bill había descubierto que el orden sin una medida de caos era la mar de aburrido.
En rigor Bill nunca pronunció las palabras «Si, Tom. Quiero casarme contigo», pero lo hicieron de todas maneras.
& FIN &
*¡Lárgate imbécil!
**Hace mucho que no me llamaban “imbécil” en alemán.
Cortesía de google translate, por lo que no me fio mucho de su rigurosidad.